VIETNAM
BLOG DEL VIAJE POR VIETNAM DE SUR A NORTE PARTE I, R. RICO
 

ESTE RELATO SE HA DIVIDIDO EN CUATRO PARTES PARA FACILITAR SU LECTURA.

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PARTE I

 
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Hoy, día 31 de julio de 2004, volvemos a Viet Nam, con la Singapore Air Lines. Nuestra primera escala será en París.

Embarcamos y nos familiarizamos con los juegos, además de las diversas películas y documentales, que se ofrecen en la pantalla de cristal líquido que cada uno tenemos en el reposacabezas del asiento precedente. Iniciamos un tranquilo vuelo hasta París. Recorremos la nada desdeñable cifra de 1.064 km. a -55º C (en el exterior, claro) hasta nuestra escala francesa en una hora y media.

Parada y carga, hasta llenar el avión (a rebosar) de pasajeros. Tras, aproximadamente, una hora volvemos a despegar para no volver a tomar tierra hasta llegar a Singapur, de la que nos separan, más o menos (por aire), 10.736 km. que surcaremos a una altura de entre 10.100 y 11.700 m. con temperaturas exteriores que irán desde los -30º C hasta los -65º C.

El vuelo es muy tranquilo. Pasamos el tiempo viendo películas como Shrek 2, jugando a Súper Mario, siguiendo el itinerario del avión, cada quién como puede y quiere. Nos metemos entre pecho y espalda nuestros respectivos menús y volamos, volamos, volamos… La tarde nos obsequia con un precioso atardecer sobre lo que identifico como Capadocia (a saber si mi apreciación es cierta). Anochece, cenamos, y tenemos Luna llena. Una redonda Luna que ilumina los relieves de la tierra más de lo que cabría esperar, pues se vislumbran sin gran dificultad los accidentes geográficos más destacados (ríos, carreteras, ciudades, etc.). Parece mentira lo que puede llegar a iluminar la, aparentemente, tenue luz de nuestro satélite.

A nuestro paso por la zona comprendida entre Afganistán y Pakistán, al fondo, sobre la Meseta del Pamir (pues sobresalen picos de magnitud importante que, a pesar de la considerable distancia que nos separa, semejan enormes colosos coronados de nieve –la luz de la Luna y el blanco de la nieve dan mucho de sí–), sobre las estribaciones del Hindukush, disfrutamos de una impresionante tormenta eléctrica sobre las cimas lejanas, sobrecogedora. Son las 2,30 hora local de Afganistán y estoy despierto. Lo que me permite ver las numerosas ciudades que dejamos a nuestros pies, entre destellos anaranjados y bastante más iluminadas de lo que imaginaba.

Llegamos al aeropuerto de Changi, en Singapore –como dicen ellos–.

Nuestra velocidad ha oscilado entre los 850 y los 1.060 km./h.

Impresionante aeropuerto el de Singapore. Allí se puede coger un autobús para realizar una visita turística a Singapore (debido a que el vuelo que nos llevará a Ho Chi Minh no sale hasta dentro de cinco horas). Recorremos la terminal de cabo a rabo, visitamos las múltiples tiendas “duty free” y recorremos los maratonianos pasillos, además de conectarnos a Internet gratis para mandar correos a familiares y amigos diciéndoles dónde y cómo estamos, pues en esta terminal conectarse a Internet es un servicio más del aeropuerto (durante 15 minutos, que luego pueden volver a convertirse en otros tantos 15 minutos, tantas veces como tiempo tengas). Salimos al jardín, bueno terraza, de girasoles y ya olemos y sentimos el aire de Asia. Hace el suficiente calor y humedad para recordarnos que nos dirigimos a un país subtropical –a pesar de los ventiladores que hay en esta zona de girasoles para mitigar los rigores del clima– y que estamos cerca del Ecuador.

Tan sólo nos separan de Ho Chi Minh, nuestro próximo y último destino –por el momento–, unos 1.400 km. y ya es el tercero, hacia el que saldremos no sin antes comer en uno de los múltiples restaurantes indios, chinos, japoneses, mexicanos, etc. que hay en esta gigantesca terminal.

Ya llevamos medio día, del 1 de agosto.

Volvemos a embarcar a las 15 horas (hora local), una hora menos en Viet Nam y siete en España. Los controles aquí son muy rigurosos (con las dimensiones del aeropuerto y el tráfico de gente que hay no es de extrañar, aquí converge gente de todos los países asiáticos, del Pacífico, europeos, etc.).

De nuevo un vuelo tranquilo y corto, de tan sólo dos horas.

Ya estamos en Vi?t Nam. Llegamos al aeropuerto de Tan Son Nhat, al control de pasaportes, siguen igual de rígidos que como les dejamos hace seis años. Hay allí un montón de guías esperando a sus respectivos montones de viajeros, pero de nuestro guía ni rastro, no aparece por ningún lado. Bueno pues nos acercamos al mostrador de la policía para pedir la documentación que hay que cumplimentar, la solicitud de visado, y empezamos a rellenar los documentos para entrar en el país, uno para cada uno de nosotros (incluidos los niños). Pagamos por cada visado 25 $.

A estas alturas de la tarde, son las 17 horas, somos los últimos en abandonar el aeropuerto (nuestras maletas las encontramos en el suelo junto a la cinta transportadora –parada– ), casi me atrevería a decir que cerramos el aeropuerto. En el último control de equipaje, y por tanto a la salida, nos encuentra nuestro guía. Se presenta a nosotros como Omar. Es un hombre jovial, simpático, dicharachero, servicial, informado, alegre y –lo que es más importante– cariñosísimo con los niños. Nos explica que no le han dejado entrar dentro de la terminal por problemas burocráticos y salimos con destino a la ciudad de Ho Chi Minh sobre las 17,30 horas (teniendo en cuenta que llegamos al control de pasaportes a las 16,10 horas no está nada mal).

Ya estamos en un País conocido, lo cierto es que para mí cuando piso esta tierra es como si estuviera en casa –no me siento extraño aún siéndolo, pues me unen cosas muy importantes a esta gente–. Estamos muy contentos de volver a estar aquí.

Pretendemos disfrutar de este viaje, cada uno a su manera, y todos juntos sin que resulte un esfuerzo. Es un viaje irrepetible y hay que aprovecharlo. Cada cual según sus posibilidades y actitudes ¡Que Dios y Buda repartan suerte!

Aquí, por lo que hasta ahora llevo visto, las cosas siguen igual. La gente ha cambiado poco, siguen en su línea de amabilidad, servicialidad, curiosidad, timidez, respeto por las antiguas costumbres y alegría. Los cambios más visibles son el aumento de motocicletas que circulan ocupando lo que antes era lugar de bicicletas, los coches que circulan en todas direcciones y en cantidad no imaginable hace seis años, los semáforos que ahora se han multiplicado aquí y allá, y que respetan algo (cuando estuvimos la primera vez no sólo no los respetaban sino que era un peligro fiarte de ellos pues, aún habiendo policías cerca, las bicicletas se los saltaban como si tal cosa). Los cláxones ya no se hacen sonar con la insistencia de antaño, pero sigue siendo un país bullicioso y ruidoso.

Omar se esfuerza –y en esa línea se mantendrá durante todo el viaje– por hacernos agradable nuestro primer encuentro con el país. Llama a un autobús, parado en el aparcamiento, de 32 plazas y con aire acondicionado, que está reservado para nosotros solitos. El ayudante del conductor –aquí todo trabajador que se precie tiene un ayudante– mete nuestro numeroso equipaje en el maletero del vehículo (lo llenamos por completo ¡Menos mal que sólo vamos nosotros!) y nos adentramos en la ciudad de Ho Chi Minh, hasta el Hotel Grand Saigon. Pasamos frente al Ayuntamiento de la ciudad y llegamos al hotel, que se encuentra relativamente cerca. Remozado y muy bonito, tanto por fuera como por dentro, con fachadas de estilo colonial y un amplio hall, donde, según la costumbre imperante en todos los hoteles de categoría en los que nos alojaremos, nos ofrecen unos zumos de bienvenida mientras Omar y los hombres procedemos a inscribirnos en la recepción. Tras este trámite nos despedimos de Omar, porque los guías duermen en lugares distintos a los turistas (en pensiones u hoteles que son más baratos y pueden pagar con la dieta que les dan), no sin que antes nos comunique que tenemos la cena a las 20,30 horas en el comedor del hotel.

Cada cual se va a la habitación que tiene asignada para acomodarse y asearse un poco antes de bajar a cenar (ducha, y tal y tal –sigue siendo día uno de agosto, ya por la noche, pero parece que llevemos viajando una semana, mi noción del tiempo es totalmente distinta–). Nuestra habitación tiene dos camas de matrimonio hermosas ¡Hermosotas! Un gran ventanal ocupa la cabecera de ambas camas (por eso lo de gran ventanal) y otra ventana algo menor, en la otra pared, que da a un patio interior con vistas a la calle por la que más tarde deambularemos para familiarizarnos con la zona.

Nos reunimos todos en el comedor del hotel, con cara descansada, donde nos han reservado una gran mesa –somos pocos los clientes que vamos a cenar, y el grupo más numeroso lo formamos nosotros–. Nuestro primer menú consiste en crema de zanahoria, almejas (gigantes) gratinadas con tomate, ajo y queso, un filete (¿de buey?) y fruta del dragón (thanh long), sandía y piña. Todo ello excelentemente bien cocinado. Tras nuestra primera y opípara cena en Viet Nam nos despedimos hasta las siete de la mañana del día siguiente para desayunar.

A las 6,30 del día 2 suena el despertador, que suene el despertador en vacaciones es un auténtico rollo, y comienza un día con la agenda muy apretada. Lo cierto es que estábamos despiertos desde las 5,15 (cosas del jet-lag, supongo) tras un reparador, aunque obviamente corto, sueño.

Bajamos a desayunar al bufé del hotel (compuesto, entre otras muchas cosas que no probamos siquiera, por tortilla cocinada de variadas formas, huevos fritos o revueltos, fruta, fiambre, pan, café, té, zumos, leche, yogures, bollos y un largo etc.) a las 7,15 y a las 8,15 llega Omar, con prisa para recogernos, en el autocar que nos recogió el día anterior en el aeropuerto (éste será el que nos trasladará diariamente hasta que cojamos el avión para volar a Da Lat).

Comenzamos nuestra visita por la Catedral de Notre Dame, donde hay una estatua de Santa Teresa (lo lejos que hay que ir para ver una estatua de la santa). Todo el interior de la catedral está cubierto de placas con agradecimientos y peticiones de los devotos vietnamitas (el cristianismo es la segunda o tercera religión de este país y la mayoría de los mártires del sureste asiático son de origen vietnamita). Muy bonita, de estilo colonial francés, pero en este País desentona, sinceramente. Frente a la catedral se encuentra el bonito y emblemático edificio de correos (buu dien), construido por alumnos de Eiffel. También le giramos una visita, y compramos sellos, tarjetas postales (de seda pintada) y sobres. Salimos con destino a la pagoda Thien Hau, de estilo típico chino, llueve como suele hacerlo aquí (quedamente, sin prisa y sin pausa) pero no nos sorprende, llevamos nuestras magníficas capas de agua vietnamitas (compradas en nuestro primer viaje, allá por el año 1998). Después de una visita corriendo, como serán a partir de ahora todas, nos trasladamos al barrio de Cholon (Cholón, para nosotros), al mercado de Binh Tay. Bonito edificio, al menos por fuera, atestado de personas, lo que hace que casi, casi, tengamos que ir de la mano para no despistarnos los unos de los otros (por supuesto también lo vemos a paso ligero, subiendo y bajando de una a otra planta por estrechos pasillos colmados de artículos, visitantes, compradores y vendedores –también carteristas, según nos advierte Omar, por lo que hemos de prestar especial atención–, batiendo nuestra primera marca de visita a un gigantesco mercado en menos de 15 minutos, parece mucho pero si consideramos la cantidad de regates y fintas que hay que hacer y la variedad de cosas que te ofrecen y a las que tienes que renunciar amablemente es todo un récord). Otra vez en el autobús y tomamos la dirección de la pagoda de Giac Lam, la más antigua de la ciudad, continúa chispeando (como estamos de vacaciones y es lo normal aquí, no nos molesta en absoluto. Que llueva lo que quiera). Esta pagoda tiene unos amplios jardines (en todas suele haber un exquisito equilibrio entre las zonas de solaz y de recogimiento) y una construcción de una sola planta, por supuesto, con su jardín interior con fuente y carpas. Toca ahora visitar el típico taller de lacados que se incluye en todos los viajes, ya sea en el norte, en el centro o en el sur (como es el caso). Lo cierto es que es una labor muy interesante de ver y agradecida para visitar. Todo muy artesanal, bonito y elaborado, además de caro. Así llegamos, sin respiro, a la hora de la comida, tras la cual continuamos visita al Museo de Historia. Así contado parece que desde las ocho y cuarto de la mañana apenas hemos hecho seis visitas de nada ¡Tanto como de nada! Y rematamos con esta al museo. Omar nos explica cuidadosamente, aun a sabiendas de que en la mayoría de las ocasiones no le prestamos excesiva atención (aguanta estoicamente nuestra indisciplina y falta de interés y entusiasmo), las diferencias artísticas entre los distintos bustos de Buda, según las diversas escuelas artísticas de las que proceden –agrupadas por su nación de origen–.

Regreso al hotel tras el maratoniano día y, una vez nos hemos despedido de Omar hasta el día siguiente –son ya las cinco o cinco y cuarto de la tarde–, quedamos para cenar, tras lo cual salimos a pasear, ya de noche –pues aquí anochece a las 17,30–, por los aledaños del hotel: río Saigon, los jardines de la orilla en la que nos encontramos, comercios e incluso tenderetes con mercancías varias, donde compramos capas de agua para los que no las tienen y, de paso, vemos cómo se aplican aquí en dar masajes, en la calle claro. A todo esto nos han dado ya las once de la noche (un día largo y completito ¿Eh?). Bueno pues a dormir hasta las 6,30.

Suena el despertador, es día 3, nos arreglamos, como cada mañana, y bajamos a cumplir con el ritual del desayuno. Ayer me fijé en la deliciosa tortilla a la francesa rellena de cebolla, tomate, champiñón, pimiento, pepino, jamón de york, queso y todo aquello que quieras que te incluyan dentro (todo muy picadito), por lo que repito menú, aderezado con el consabido zumo de fruta (generalmente naranja, toronja o piña), té con leche, yogur, algún bollo o dulce, fruta y aquello que nos apetezca (renunciamos a los sabrosos y alimenticios desayunos típicos vietnamitas compuestos por una sopa –pho– con verduritas y albóndigas de carne o ensaladas y comidas al más puro estilo japonés).

A las ocho aparece Omar, y a las ocho y media estamos de camino a Tay Ninh, donde se encuentra la sede central del culto Cao Dai. Por el camino –que realizamos con tiempo nublado, aunque no por ello menos caluroso ni húmedo– pasamos por inmensos arrozales que bordean, tanto a uno como a otro lados la carretera, donde búfalos de agua pastan y rezongan en las lagunas propias de dichos arrozales, los agricultores se dedican a recoger o cuidar el arroz y otros a quemar los restos de éste, como preparación para un nuevo cultivo, lo que a veces provoca auténticas cortinas de humo tan densas y difíciles de distinguir, salvo por el olor, como la propia bruma. Hacemos un alto en el camino para observar, de lejos, los trabajos de un grupo de afanosos trabajadores del arroz. Son no más de cuatro o cinco personas, imposible distinguir a la distancia a la que nos encontramos si son hombres, mujeres o un grupo compuesto por ambos, hacemos las consabidas fotografías y divisamos una manada de patos, sí como si fuera un rebaño de ovejas pero en pato, pequeños, todos ellos blancos como la nieve y en cantidad abundante, unos doscientos o trescientos, vaya usted a saber, si no más. El paisaje es, por su belleza, tranquilidad y amplitud, abrumador y sedante. Todo transmite paz y quietud.

Efectuamos una parada, programada, en una casa particular que se dedica a la fabricación de “obleas” de arroz (utilizadas para hacer los rollitos de primavera, envolver los caramelos, etc.). Con pasmosa rapidez y aparente facilidad, una mujer elabora, tras atizar el fuego con cáscaras de arroz (aquí todo se utiliza hasta su agotamiento), en un visto y no visto obleas hasta llenar un bastidor trenzado de hojas de platanero, nueve entran en cada bastidor de secado. El sistema parece sencillo pero creo que hay que practicarlo mucho, a saber: en un recipiente, con su correspondiente tapadera, se hace cocer agua con el fuego alimentado por el desecho del arroz, con un tamiz muy tupido y fino cerrando la boca del recipiente, que será donde se elaboren las “obleas” de arroz por efecto del vapor; previamente se habrá preparado, y se tendrá a mano, una mezcla de arroz molido, prensado, y agua hasta obtener algo parecido a leche blanca (la materia prima de las obleas) que con un cazo de bambú, cuyo contenido equivale a la medida justa de líquido para una oblea se recoge del recipiente para extenderlo, con el mismo cacillo, sobre el tamiz dándole la forma final de torta circular de unos 25 ó 30 centímetros de diámetro y se procede a tapar la olla durante un corto lapso de tiempo, apenas 20 ó 30 segundos, lo suficiente para que la pasta cuaje (supongo que irá en función de la fuerza del fuego, del hervor, etc.). Una vez retirada la tapa de la olla con ayuda de cualquier rodillo, en los casos que vimos, tanto ese día como en otros posteriores, se valen de un pequeño cilindro hueco, similar al cartón que sirve como centro y soporte de los rollos de papel de cocina forrado de lo que a mí me pareció un hule o similar. Bien pues con suma destreza enrollan la oblea sobre el cilindro para, seguidamente, depositarlo, con un rápido movimiento contrario al de enrollado, sobre el bastidor que sirve para su secado, y así hasta nueve veces, como ya dije al principio. Todo esto utilizando ambas manos diestra y rápidamente (atizar el fuego con una mano mientras con la otra se alimenta de cáscaras de arroz, levantar la tapa de la olla mientras se mueve el líquido de arroz al tiempo que se llena el cacillo para la oblea, extender el líquido y cerrar la olla, abrir y enrollar la oblea al tiempo que se vuelve a tapar la olla, desenrollar la oblea sobre el bastidor y desplazar éste para tener preparado un espacio vacío para la siguiente oblea). Una vez lleno el bastidor se procede a sacarlo al exterior de la vivienda para ponerlo al sol y vuelta a empezar con el siguiente. Parece fácil ¿Verdad? A mí me faltarían dos o tres manos, por lo menos, contando con que no se me quemara la oblea, o yo. Las obleas, una vez secas, tienen grabado el característico trenzado de los bastidores y, además, ya están listas tanto para ser utilizadas como envoltorio, como para ser consumidas incluso en crudo.

La explicación es bastante pormenorizada pero aprovechando que hablamos de arroz voy a describir el método utilizado, y contado por Omar, en este país para plantarlo:

Primero, se cubren las semillas de arroz con ceniza y se tapan con mimbre unas cuarenta horas, hasta su germinación.

Segundo, se procede a la plantación de los brotes germinados en un campo inundado de agua.

Y tercero, se recoge el arroz, una vez crecido.

Claro está, entre medias hay cuidados y limpiezas de los campos, malas hierbas, etc. También destacar que en Viet Nam se contabilizan más de 88 especies de arroz (y pensábamos que la “Fallera” y el “SOS” eran los únicos arroces ¿Eh?) que abarcan desde semillas apropiadas para las inundaciones hasta las que son resistentes a la sequía, pasando por el arroz glutinoso, del que en España ahora se empieza a oír hablar. Una hectárea de terreno puede proporcionar hasta 10 Tm de arroz, en dos cosechas que, en condiciones óptimas, pueden llegar a convertirse en 15 ó 16 Tm.

El arroz salvaje, semejante al que se encuentra en “estado salvaje”, como su propio nombre indica, también en California, se utiliza para elaborar licor de arroz y se le conoce como “arroz flotante” o “del cielo”.

Continuando con el relato del viaje, propiamente dicho, nuestro tránsito por las tierras del suroeste transcurrió sin mayor complicación. Sin apenas vehículos que hicieran, en uno u otro sentido, el mismo camino que nosotros hacia, o desde, el templo Cao Dai.

En nuestro recorrido divisamos, en la parada que hicimos para ver las manadas de patos y a los campesinos en los arrozales, la única montaña que se alza en la zona digna de resaltarse, pues el resto es liso como la palma de una mano, la “Montaña de la Señora Negra” (Nui Ba Den), un otero cubierto de bosque y rodeado de fértiles llanuras dedicadas al cultivo del arroz.

Llegamos al santuario Cao Dai, sobre las 11,30 más o menos, pues el rito que vamos a ver da comienzo a las 12 en punto. Nos aliviamos del largo recorrido, aquí 100 Km. pueden suponer unas 3 ó 4 horas de viaje, hacemos fotografías del llamativo exterior del templo y entramos más que deprisa, pues los turistas hemos de ocupar una balconada dispuesta perimetralmente a lo largo de toda la primera planta, desde la que asistiremos al ritual que todos los días se celebra aquí a esta misma hora (haya o no turistas). Comienza el ritual con la entrada, por la puerta principal, de los sacerdotes (cada uno con la vestimenta de un color, según la religión por la que han accedido al caodaismo) seguidos por los monjes y monjas dispuestos, todos ellos, en dos filas perfectamente delimitadas, situándose con precisión matemática a ambos lados del pasillo central, que con las dos filas han formado simétricamente, al tiempo que desde el acceso a la planta en la que nos encontramos los turistas, otros monjes y niños aprendices (supongo) tocan instrumentos musicales y entonan canciones que acompañan su entrada en el recinto. Este rito se conoce con el nombre de “Visualización”. El interior, todo él en tonos rosas, está ricamente decorado, el techo con un cielo pintado al que se han añadido constelaciones con estrellas que brillan, en las paredes destacan las ventanas con celosías metálicas decoradas en las que hay un ojo en su centro, sus columnas –también de color rosa– de estilo salomónico finamente decoradas con dragones ascendentes que las abrazan por completo y el suelo alicatado con llamativas baldosas, además de las figuras, tres, que se encuentran justo entre los dos accesos principales al interior del recinto –pues a los lados, y más o menos en el centro, existen sendas entradas– y el gran ojo (un híbrido de un globo ocular y una bola del mundo gigantesca) que preside en suspensión, desde el fondo, todo el interior y al que está “rigurosamente prohibido” hacer fotografías o vídeo.

Tras el acto, que no dura más de media hora, gracias a Dios, pues el calor y la humedad, tanto interior como exterior, son extenuantes a pesar de los ventiladores que intentan mitigar los rigores del lugar, a lo que añadido que nos encontramos como piojos en costura, el resultado es devastador. Omar nos recoge en la puerta principal del templo, donde nos dejó al llegar tras enseñarnos los alrededores y caminamos hasta el lugar que hace las veces de aparcamiento, pues no se puede llegar hasta la puerta del templo en vehículo, salvo que sea una bicicleta, claro.

Nuestro próximo destino son los famosos “túneles de Cu Chi”, en Ben Duoc. De camino paramos a comer un sabroso menú vietnamita en un restaurante, el Trung Luang, donde tenemos mesa reservada sobre un pantalán que flota, gracias a cuatro o seis bidones que en su día fueron recipientes que contenían gasolina o aceite, sobre una idílica vista del río que limita el concurrido restaurante. Desfilan ante nuestros ojos plantas flotantes (que según Omar se llaman “beo” o “veo”, no sé) que bajan por el río mientras barquichuelos de pescadores faenan entre ambas orillas, en todo el tramo que alcanzamos con nuestra vista, que es bastante dada nuestra privilegiada situación sobre el río. Comemos a toda prisa pues, como es normal en nosotros, vamos con retraso sobre el horario previsto. Ni la comida ni el lugar serán fáciles de olvidar, ambos se salieron de lo normal.

De nuevo en la carretera de camino, ahora ya sin paradas, hacia Cu Chi. Está relativamente cerca de donde hemos comido y somos los únicos visitantes a esta hora, próxima ya la de cierre del lugar. ¿Vamos siempre retrasados o los otros van siempre adelantados? Está enclavado en medio de una espesa, húmeda y agobiante selva, si no tropical casi tropical, se encuentra en Phu My Hung, tras andar por un sendero embarrado por la humedad, obviamente, entre grandes agujeros en el suelo que según Omar son las cicatrices que dejan las bombas de 200 Kg. que arrojaron los norteamericanos llega el momento de jugar a descubrir dónde está la entrada. Escondidas entre la hojarasca están las entradas de no más de 45 por 45 cm. y un guía del lugar se introduce para hacernos una demostración de la dificultad que entraña dicha tarea para gente medianamente corpulenta, para, al cabo, aparecer por otro lugar. Ninguno osamos restregarnos con el barro ni intentar imitar a las anguilas para poder entrar por tan pequeños agujeros. Nos conducen a una sala excavada en el suelo, unos dos metros por debajo de éste, y cubierta con una lona verde que hace las veces de tejado (supongo que la han dejado a cielo abierto para que los turistas, algo más altos que los vietnamitas, puedan andar por ella sin dificultad y ganar en iluminación). La sala donde nos encontramos era un lugar de reuniones, nos sentamos alrededor de una mesa dispuesta en su centro y comemos yuca cocida, el alimento de los vietcong, que abunda en toda la selva (sólo es necesario conocer la planta, conocimiento del que los americanos carecían), sus hojas son similares, si cabe la similitud, a las del castaño de indias pero más pequeñas y con el pedúnculo rojo. En tanto nos van explicando que los túneles, por los que se pasa de uno a otro lado, han sido agrandados para que los turistas (occidentales) podamos entrar en ellos con relativa facilidad. Sí lo cierto es que lo de “relativa” le viene que ni pintado. Los túneles están dispuestos en tres niveles de profundidad, que van desde los dos hasta los dieciocho metros, con salidas a distintos lugares: a nivel de un río, al fondo del río e, incluso, salvando ríos por debajo, además de las salidas más comunes que se encuentran a ras de suelo diseminadas por toda la selva y perfectamente camufladas, al igual que los respiraderos para lo que utilizaban los nidos de termitas y hormigueros.

Tras esta prolija explicación nos metemos de lleno en uno de los túneles que hay en una de las paredes de la sala de reuniones, tenebroso y oscuro como la noche –a pesar de contar con una pobre iluminación que está empotrada a un palmo del suelo en tramos de unos tres o cuatro metros alternos (primero a un lado y luego al otro)–, allá vamos, que Dios reparta suerte. Los primeros en entrar, tras el guía que lleva linterna, son los niños. Como es natural éstos disfrutan de lo lindo, son ideales para su estatura. Realizamos un corto recorrido de no más de unos diez metros, pero qué diez metros, con todo y eso salimos relativamente airosos del trance. No quiero parecer pesado pero al hecho de ir en cuclillas y tanteando con las manos le añades la total oscuridad (yo sólo veo, cuando pasa junto a las luces, el trasero del que me precede), la humedad y el calor, y obtienes un ambiente totalmente claustrofóbico donde el corazón lucha por mandar sangre al resto del cuerpo y te palpitan desde las sienes hasta el dedo gordo del pie. Los deseos de salir son más acuciantes que el comer o beber. Los que ya estuvieron aquí, han declinado educadamente la invitación de entrar en el túnel.

Cuando aparecemos, de nuevo, en la sala de reuniones nos preguntan si queremos hacer un recorrido un poco más largo, no más de veinte metros, como en Fuenteovejuna (o Fuente Ovejuna, que de los dos modos se puede escribir) todos a una decimos que sí ¿En qué hora? Ahora entramos en otro túnel, más angosto –que los hay– que el anterior, no sólo en cuclillas sino arrastrando el final de la espalda por el suelo y golpeándonos en la cabeza con el techo y en los hombros con las paredes, lo difícil no es entrar, lo difícil es salir avanzando con una pierna delante y la otra un poco más retrasada para poder efectuar un movimiento un poco lateral y la cabeza casi entre las piernas, pues el túnel parece hecho a la medida –se nos ajusta perfectamente, como si fuera de licra–, hay otro modo de hacer el camino: a cuatro patas , pero con el fino barrizal rojizo que cubre el suelo ¿quién se atreve? Yo desde luego no estoy por la labor de ponerme hasta la coronilla de barro, además de que llevo las cámaras de vídeo y de fotografía, los objetivos, el flash y la riñonera, sujeto todo con una mano mientras la otra me sirve de bastón, pues la oscuridad es absoluta (aquí no hay luces cada tres metros, primero a un lado y luego al otro) ¡No! ¡Aquí no se ve ni jurar! Avanzar en estas condiciones requiere mucho esfuerzo. Bueno pues como en el otro túnel los niños han entrado tras el guía, único con linterna ¡Qué suerte, los demás no llevamos más que el brillo de los ojos! Y, como antes, consigo ver a base de destellos de flash. De repente, Algún niño grita asustado al tiempo que, intenta retroceder, cosa totalmente imposible sobre todo porque los adultos estamos encajados en el estrecho túnel, choca con uno o varios y alguien, lógicamente el que más cerca tuviera por detrás, le convence de que siga adelante –parece ser que un murciélago le ha rozado, como luego nos ocurrirá al resto de la comitiva, y asustado ha intentado escapar ¿Cómo puede haber un murciélago aquí, con lo estrecho que es?– Pues no, aquí no hay quien retroceda, para bien o para mal, hay que seguir hacia adelante. Aquí se avanza por sentido de conservación, si te atascas no sales, quien sea le ha dicho al niño que ya llegamos al final ¿Cómo se puede mentir a un niño, y a unos adultos, así? El final es lo que me parece que va a ser el dichoso túnel para mí, pues casi quedo encajado con una pierna delante y la otra atrás, la cabeza entre las piernas y mi capacidad de moverme totalmente reducida a nada, no sé si es mi imaginación pero me parece que esto cada vez se estrecha y resbala más, los movimientos de las piernas los realizo con mucha dificultad y me golpeo la cabeza en la roca horadada, la sensación de estar enterrado vivo cada vez es más fuerte, sube el calor y aumenta la humedad, de fondo oigo un ¡Tumb! ¡Tumb! ¡Tumb! ¡No! ¡No es de fondo! Es mi corazón que parece una pandereta. Las zapatillas deportivas aquí resbalan, lo que me produce mayor inseguridad. Angustioso, por un momento pienso que como no me tumbe o alguien me empuje desde atrás, cosa harto imposible pues yo cierro el grupo, aparte del murciélago, no voy a conseguir salir de este tramo. Y ya me contarás qué hago. No sé cómo pero logro salir del embudo donde me atoré y tres o cuatro metros más allá veo la débil luz de la linterna del guía, estoy cerca del final. Llego ¡Que no es poco! El corazón está a cien, sudo como un gorrino –como todos, ni más, ni menos–, voy lleno de lodo y golpes en la cabeza, los hombros, los codos y las rodillas. ¡Jo… con el túnel! ¡La guerra no está hecha para mí!

Salimos al exterior ¡Qué bonita es la luz del día, aunque sea la del atardecer! Nos explican, y vemos, los sofisticados sistemas utilizados por los vietcong para atrapar, herir, hacer sufrir y, finalmente, matar o rematar a los incautos que cayeran en sus trampas. Cada quien utiliza sus métodos de defensa o agresión según sus costumbres, y a los vietnamitas no les faltan ideas. Paseo entre los cráteres dejados por las bombas americanas (en ocasiones han dejado al descubierto parte de uno o varios túneles, pues su profundidad puede llegar a los tres metros y su diámetro es de unos cinco) y finalizamos la visita. ¡Adiós!

Salimos hacia Ho Chi Minh, tarde ¿Podría ser de otra forma?

Cada uno vamos a nuestra habitación para ducharnos y recuperarnos, un poco, y quedamos, cuando los chicos estamos arreglados (los chicos mayores, claro está) para salir del hotel, mientras las chicas se arreglan ellas y a los niños, a comprar y curiosear entre los puestos de la calle y los escaparates de las tiendas y las numerosas galerías de arte. Nuestro recorrido siempre es por los alrededores del hotel. Cenamos y los hombres, como siempre, salimos a merodear por las cercanías del hotel. Nos dan tarjetas para sesiones de masajes y para discotecas, pero finalmente optamos, con buen criterio, por ir a dormir. Mañana tendremos un día igual de ajetreado que el de hoy.

Amanece el día 4, son las 6,30 y suena el despertador, ducha rápida y a arreglarse, preparar las maletas y bajar a desayunar, como siempre con retraso (los niños, aunque se portan como jabatos, retrasan mucho, ellos no entienden de horarios y sí de necesidades). A las ocho y cuarto, o así, empezamos a meter todo el equipaje en el autobús, bueno en realidad lo mete el ayudante del conductor, y salimos con la vista puesta en el Delta del Mekong –el río de los Nueve Dragones, para los vietnamitas–. Llegamos al brazo superior del Mekong, el Tièn Giang, donde embarcamos en una lancha para hacer parte del recorrido por el río y alguno de sus canales (el autobús nos esperará, por la tarde, en otro lugar para llevarnos hasta el hotel). Visitamos una fábrica artesanal de dulces (caramelos, arroz inflado, dulce de arroz y miel, dulce de coco, dulce de plátano, etc.) donde vemos el proceso de fabricación y degustamos sus ricos, y para nosotros desconocidos, productos. Compramos dulces para endulzar nuestro ya, de por sí, dulce viaje. Hacemos parada en un jardín donde nos obsequian con té y fruta (aquí siempre te agasajan con té y fruta) para proseguir nuestro paseo en lancha por los canales, o el canal, no estoy seguro, de Cu Lao. Desembarcamos una vez más, en una isla, para ver una casa tradicional de estilo chino donde nos muestran parte de su folclore tradicional obsequiándonos, además de con los consabidos té y fruta, con una pequeña representación y cantos, acompañados por una pequeña orquesta compuesta por instrumentos típicos del país. Como no compramos nada volvemos a embarcar para dirigirnos, sin más dilación, a la isla de An Binh, donde comemos en un jardín de orquídeas, árboles frutales –longana, fruta del pan, toronja, etc.– y variadas plantas en permanente floración que pertenece al Sr. Sau Giao.

Nos repartimos en dos mesas, pues somos un grupo numeroso y no hay mesa que pueda albergar a catorce de un tirón (a estas alturas ya nos hemos dado cuenta de que Omar, el conductor y el ayudante, cuando coinciden con nosotros, nunca nos acompañan en la comida, a lo máximo que llega, Omar, es a quedarse un poco al comienzo para explicarnos qué alimentos nos traen y cómo han de comerse), además de que esto está lleno a rebosar de turistas. Eso sí, todo el mundo come el mismo menú: pez oreja de elefante, nems (rollitos de primavera), carne de vaca (supongo), de cerdo y de pollo condimentadas y cocinadas de varias maneras, pho (sopa), arroz y diversas verduras, todo ello acompañado con salsas de soja y de pescado junto con obleas de arroz (de esas que hemos visto hacer) para que sirvan como continente del pescado y las verduras aderezado con cualquier salsa. Todo ello regado con la bebida que cada quien solicita (cerveza, coca-cola, agua y limón o naranja) y las veces que sea preciso, pues la bebida no está incluida en la comida (que llevamos pagada). Al final del viaje casi nos gastamos más en bebida que en comidas. Finaliza la comida, copiosa y picante como lo serán todas, con fruta y nos embarcamos por última vez, en el día de hoy, con dirección a Vinh Long, donde nos espera el autobús para trasladarnos hasta Can Tho, nuestro destino de hoy. Hacemos un trayecto de unos 15 minutos en el autobús y tras un intento de dejar los bajos en una tubería que cruza la carretera para dar servicio a un particular “aquópolis” –la tubería de unos 45 ó 50 cm. de diámetro, en lugar de ir soterrada, al menos en este caso para salvar la carretera, se ha planificado como una meseta con sendas rampas a uno y otro lados de ella, sólo que las rampas dejan mucho que desear y claro pasa lo que pasa, casi hay más distancia en la parte superior del tubo que en la subida y bajada a éste, conclusión: aún bajándonos todos del autobús casi se columpia sobre la tubería–. Tras este gracioso incidente, después de un día de ir y venir río arriba, río abajo, se agradece un poco de emoción, llegamos al hotel Victoria.

¡Qué hotel! Es precioso, de estilo colonial (francés, para más señas) ¡Qué bien construyen los franchutes! Nos reciben con toallitas húmedas, para refrescarnos, y zumos. Nos instalamos, nos ponemos el bañador y… a la piscina que está iluminada totalmente por dentro, y discretamente por fuera, en un más que espacioso y cuidado jardín ¡Esto es vida, hombre!

Nos juntamos, tras el baño, para cenar. Tras lo cual vamos en busca del merecido descanso cada quien a su habitación (alguno, yo, todavía se acostará un poco más tarde porque ya ha comenzado a escribir este cuaderno de viaje).

Si son las 6,30 de la mañana, que lo son, hoy es día 5, sólo que hoy hemos pulverizado el record de madrugón pues, a esta hora, no nos estamos levantando sino ¡Embarcando! en el embarcadero privado del hotel, en el “Lady Hau” –si llegas más tarde ha zarpado–, un magnífico barco de madera con la cubierta superior techada (cosa muy práctica pues en esta zona generalmente suele llover, como hoy, a primera hora de la mañana. Los caprichos del clima). Sólo hemos embarcado una pareja de suizos, muy jovencitos, y nosotros. El barco, que pertenece al hotel, está a nuestra entera disposición mientras nos traslada, por el Hau Giang –brazo inferior del Mekong–, hasta las cercanías del mercado flotante de Cai Rang. El hotel aprovecha el tranquilo descenso, que dura una hora, más o menos, para servirnos un bufé como desayuno que no tiene nada que envidiar al del propio hotel en tierra. Nos vamos acercando al populoso mercado flotante, no sin antes pasar bajo un antiguo puente francés que ha sido substituido por otro de hormigón que está separado del primero por apenas cinco metros. Omar nos espera en un barco para turistas que ha alquilado en nuestro nombre (nos separamos cuando embarcamos, parece ser que no podía embarcar con nosotros. Cosas de aquí). Son las 7,45 y el ambiente es demencial. Hay barcos, barcazas, lanchas, lanchones, etc. por todas partes y, lógicamente, los barcos grandes como el “Lady Hau” no pueden navegar entre el maremagno de barcos que aquí se mezclan. La pareja de suizos se une a nosotros. Nos da pena que el barco les devuelva al hotel y le decimos a Omar que les permita acompañarnos. Aquí la costumbre es que, sobre un palo vertical, cada barco exponga una muestra de su mercancía, en el lugar más visible. Estamos en el principio, o el final según se mire, del mercado. El tiempo ha cambiado de lloviznoso a cubierto con claros. Comenzamos el recorrido por entre la multitud de barcos-puesto de verduras, frutas, hortalizas, etc. Impresiona. Hay incluso pequeñas embarcaciones que hacen las veces de restaurantes fluviales, con su infernillo y todo lo necesario para preparar sobre la marcha suculentos pho o ensaladas, o nems, o pinchos de ternera, cerdo, pollo, etc. tras dos o tres carretes de fotografías (de los de 38-39 fotos) nos dirigimos a tierra para proseguir con la visita a una fábrica artesanal (aquí todo es artesanal, pero creo que no por gusto sino por obligación, no hay medios para mejorar los sistemas de trabajo, me temo) de barcos de madera, de todos los tamaños. En un jardín próximo, con árboles frutales y un puente de mono (los que tienen una barandilla –listón de madera– y un tronco hace las veces de puente) sobre un estanque con lotos (que no falten), degustamos un té y fruta (increíble ¿No?). Tras esto nos dirigimos otra vez todos a Can Tho, donde definitivamente nos separamos de los suizos.

Tiene Can Tho un cierto aire de villa principal de la zona que le da un encanto particular. Es una pequeña, pero cuidada y bonita, ciudad provinciana. En su día fue, y aún hoy sigue siendo, uno de los puertos más importantes del país, por aquí entran y salen gran cantidad de mercancías. Las construcciones pese a que se están occidentalizando, ahora todo lo hacen a lo grande, siguen conservando su vieja costumbre de fachadas estrechas con mucho fondo y tres o cuatro alturas. En el mercado que hay junto al río, de estilo colonial francés y ahora por lo que se ve en desuso, se rodó alguna escena de la película “Indochina”.

Una vez llegados aquí, hacemos fotos cerca de la estatua de Ho Chi Minh que se encuentra en el paseo paralelo al río. Cuando digo cerca es cerca, pues hay pintada una línea blanca y otra amarilla un poco más allá, a unos diez metros de la estatua (enclavada sobre un pedestal), de la que no puedes pasar para acercarte a la estatua, Omar no hacía más que decirnos que volviéramos –pues los niños habían cruzado la línea– y nosotros oíamos un silbato pero como el que oye llover, no podíamos imaginar que no se pudiera cruzar una línea pintada en el suelo, y menos por unos inocentes niños. Pues eso, les hacemos unas fotos a la distancia permitida y cruzamos hasta un bar situado en la esquina de enfrente, donde mujeres y niños nos esperarán a cubierto del rigor solar, no de la humedad, y refrescándose mientras los hombres, como ya es habitual en nosotros, giramos la obligada visita a las calles más céntricas de la ciudad acompañados por Omar. Pasamos, como ya he dicho, junto al mercado de la película Indochina, por puestos callejeros, joyerías, tiendas de fotografía (para comprar carretes, pues ya vamos escasos), amplias plazas, etc. Recogemos al resto del grupo en el bar donde les habíamos dejado, no sin antes tomarnos una “bia”, y volvemos a embarcar con dirección al hotel, para comer.

El salón donde comemos es todo de madera, con grandes ventanales que dan a la piscina y a los jardines, todo ello de estilo “Mares del Sur”. Nos atiende un joven francés que está haciendo prácticas de hostelería (¡Joder! Me podían mandar a mí a hacer prácticas) y habla no bien, sino muy requetebién, el español. A esto le llamo yo tener suerte, hablamos con él largo y tendido y nos explica qué vamos a comer: crema de hongos (deliciosa y achicharrando), pasta, etc. todo ello con una muy esmerada y atractiva presentación y con muchísimo mejor sabor. A los niños les han situado en una mesa cercana, no pegada, a la nuestra y las camareras, vietnamitas, les atienden con cariño y paciencia (hoy comemos como si fuéramos solteros gracias a ellas) ¡Qué bien viven los millonarios! Nos dice, el francés, que es de la región de Cognac y que conoce, y le gusta mucho, España. Terminada la comida, creo que desde antes, nos espera Omar en la recepción, como es habitual en él. Tenemos otras dos visitas más que realizar ¿Que tenemos una apretada agenda? ¡Ya te digo!

Autobús, que siempre que lo cogemos está inmaculadamente limpio, y visita a la pagoda Doi (de los Murciélagos). Para llegar hasta ese lugar hay que dejar el autobús, a unos quinientos o seiscientos metros de la entrada a la pagoda, y realizar el resto del camino o bien andando, o bien en motocicletas que tiran de un cesto cubierto con un banco para tres personas. Esto es una novedad y nosotros, durante este viaje, estamos dispuestos a montar en todo lo que se nos ponga a tiro. Omar alquila una motocicleta por familia, esto es cuatro, y nos plantamos en la entrada al recinto de la pagoda en un abrir y cerrar de ojos.

Su nombre Doi (Murciélagos) le viene de unos más que hermosos ¡Gigantescos! Murciélagos, fructívoros, que habitan en las copas de los árboles que hay dentro del recinto. En el jardín destacan dos templos, uno frente al otro, ricamente decorados –tanto interior como exteriormente–, junto al más sencillo hay un cobertizo donde guardan un barco ceremonial de competición, bellamente engalanado y pintado. Esta embarcación que compite por la pagoda en las fiestas, está movida por, aproximadamente, unos cincuenta remeros, su estructura es larga, unos 25 metros, y estrecha, unos setenta u ochenta centímetros. A la sombra del cobertizo hay un montón de bonzos “libres de servicio” dialogando, meditando o plácidamente sentados, que no paran de mirarnos, parece que somos la atracción. Tras la visita regresamos en las moto-taxis, que nos esperaban fuera, hasta el autobús y nos dirigimos a Soc Trang para ver otra pagoda, esta vez de estilo camboyano.

La pagoda Kh'leng, que así es como se llama, es un magnífico monumento a la originalidad, la belleza y la armonía. Es preciosa, con tejados ricamente ornamentados y exteriores e interior vistosos. Tiene, al menos que yo haya visto, una estupa toda ella dorada y una edificación, de corte colegial, donde viven los estudiantes. Entre la pagoda y la residencia de los estudiantes hay otra construcción, totalmente de madera sobre pilotes, de bella factura y de la que no soy capaz de discernir cuál es su función (escuela, quizá). Entre ésta última construcción y la residencia hay una explanada que utilizan para jugar al fútbol. Todo ello rodeado de jardines como es su costumbre, buscando el equilibrio entre lo construido y sus aledaños.

Al otro lado de la calle se levanta otra construcción de estilo camboyano, lástima que por nuestro apretado horario ya esté cerrada y no podamos visitarla.

Regresamos al hotel.

Ya ha empezado un nuevo y radiante día, el 6 de agosto. Llevamos tan sólo cinco días de frenéticas vacaciones ¡Y no es más que el principio! Tras preparar el equipaje nos juntamos en el comedor del hotel para tomar un magnífico y merecido desayuno. Lo cierto es que los desayunos durante todo el viaje son riquísimos y pantagruélicos (no hay nada como viajar para que se abra el apetito). Bueno pues tras fotografiar los arbustos con frutos, todavía verdes, de thang long que hay en los jardines de la entrada principal del hotel, comenzamos el viaje de retorno a Ho Chi Minh.

Dejamos Can Tho atravesando el Hau Giang (brazo inferior del Mekong) en uno de los rápidos y modernos transbordadores (entre seis u ocho creo que llegué a contar) que realizan esta travesía cada 10 minutos. En ese tiempo se llenan de vehículos (de todo tipo), personas y animales, desde el amanecer hasta llegada la noche. Los niños pueden embarcar dentro del autobús, los adultos (o sea nosotros) tenemos que hacerlo a pie. El trayecto nos lleva menos de diez minutos, lo mismo que embarcar, y salimos, lo mismo que entramos, a pie y los niños en autobús. A la salida están esperándonos los puestos de fruta, dulces, recuerdos, gafas, comida en general, etc., nos encontramos en una pequeña población donde, al parecer, sólo hay dos calles principales: la calle donde está el embarcadero y, perpendicular a ésta, otra calle por la que se accede y se abandona la población (toda la economía de esta población, teniendo en cuenta el poco tiempo que estamos en ella, da la sensación de girar entorno al río y los que lo atravesamos). Alguno aprovecha para comprarle unas “Rayban” a un vendedor ambulante mientras esperamos a que desembarque el autobús con los niños.

De nuevo cómodamente repantigados en el autobús deshacemos el camino que dos días antes hicimos en dirección contraria. La carretera está atestada de vehículos (autobuses, camiones, coches, todo-terreno, motos, bicicletas, carros tirados por búfalos de agua, etc.), en los anteriores viajes a Viet Nam no había –por lo menos en el norte– tanta variedad de transportes mecánicos, ni tanta cantidad. Por lo que se ve la economía ha mejorado ¡Me alegro por ellos y lo siento por nosotros! En el trayecto se alternan los paisajes cultivados, de arroz… claro, y de exuberantes zonas boscosas. Las aldeas se construyen con la carretera como eje principal, abrazando a ésta, con casas humildes y muy humildes, pero a lo que parece con gente feliz, delante de cada casa no falta un árbol frutal (papaya, anana, plátano, etc.).

Nuestro viaje pasa por My Tho (Ciudad Bella o Bonita) y volvemos a atravesar el Tien Giang (brazo superior del Mekong), pero en esta ocasión para cruzarlo utilizamos un novísimo puente de reciente creación, el My Thu?n.

Como el viaje es largo, y pesado, por la velocidad a la que debe ajustarse el autobús, en este País no se puede pasar de 40 Km./h bajo riesgo de una fuerte multa y retirada temporal del carné de conducir, rompemos la rutina del viaje con la visita a una granja de serpientes donde, además de ver un montón de ofidios de todas clases y tamaños, nos cae una tormenta (donde digo tormenta léase tromba de agua) de padre y muy señor mío. Más como refugiados del agua que como visitantes aguantamos lo que podemos pero, como ya viene siendo una manía en nosotros, la hora de la comida llega y el agua no para de caer no nos queda más remedio que echar una carrera hasta el autobús que, también como suele ser costumbre, se queda a la entrada al recinto.

La comida la efectuamos en el mismo restaurante, el que está a orillas de un hermoso río, en el que comimos cuando fuimos al templo Cao Dai y a los túneles Cu Chi, el Trung Luang. Esta vez no toca comer en un pantalán sino en una terraza elevada, también con inmejorables vistas del río. La comida incluye un rico “balón de arroz dulce tostado” que viene en un recipiente de barro y que rompen para sacar el balón de arroz (una fina costra de arroz caramelizado pegado a las paredes del recipiente). Tras la comida seguimos viaje parando en la pagoda Giáp Thân.

Está, la pagoda Giáp Thân, en un enclave muy bonito rodeado de selva, y hoy se celebra una convención de acercamiento entre las ramas Mahayana (la que más seguidores tiene aquí) y Teravada del Budismo. Es en esta pagoda donde un bonzo, que se acercó a nosotros cuando nos vio, nos regaló una pulsera budista a cada uno de nosotros (mala, creo que se llaman y sirven para recitar los mantras), con 21 cuentas negras para las mujeres y 15 las de los hombres en el color natural de la madera ¡Qué hombre y que gesto el de este bonzo que no nos conoce de nada! ¡Así es esta gente! Justifica su regalo con una bonita explicación sobre la “energía universal”, cosa que a mí me parece la excusa perfecta para regalar sin motivo aparente. No sé, ni me preocupa, si será o no cierto pero no me cuesta ningún trabajo llevarla. Desde ese día ahí estoy yo llevándola a todas partes sólo me la quito para lavarme y dormir. Todo lo que sea positivo bienvenido sea. Él tenía cara de buena persona, de marcado carácter y severo, pero de trato amable y simpático.

Llegamos a los alrededores de Ho Chi Minh, el equivalente a los arrabales de cualquier gran ciudad para nosotros, y comienzan a verse, desde la carretera, multitud ¿Qué digo multitud? Infinidad de lo que para nosotros, siguiendo con los símiles, son auténticas chabolas las unas pegadas a las otras y abrazando el río Saigon y sus ramales. Aquí, como en todas partes, hay gente a la que los cambios no les afectan para nada y, en general, menos para lo bueno.

Otra vez aterrizamos en el Grand Hotel. Nuevas habitaciones, en otra parte del hotel más colonial, sobre la piscina interior –que está vacía, para que no le dé a nadie la tentación de tirarse desde el corredor de las habitaciones–. Nos corresponden sendas “suites”, sí creo que esa palabra las define muy bien, que tienen un recibidor-salón y un baño (compartidos) y dos habitaciones, una de ellas con baño incluido, de matrimonio con camas de las de antes ¡Como plazas de toros!. La única “pega”, si es que lo es, es que no tienen ventanas al exterior salvo en el recibidor, pero con el tren de vida que llevamos ¿A quién le importa?

Salimos a pasear, tras instalarnos, pues todavía hay luz, y aprovechamos para recoger los carretes de fotografías que dejamos revelando (unos cuatro o cinco por cabeza, en tres días) la noche previa a nuestra salida hacia Can Tho. Después volvemos a salir, sólo los hombres, mientras las mujeres se organizan y bañan a los niños. Paseamos, compramos bebida y fruta ¡Cómo nos gusta regatear! Y cotilleamos por puestos y escaparates. También compramos unas magníficas Game Boy para los niños, al nada despreciable precio de 30 euros al cambio. Regresamos al hotel y cenamos.

by R. Rico de Madrid

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