VIETNAM
BLOG DEL VIAJE POR VIETNAM DE SUR A NORTE PARTE III, R. RICO
 
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PARTE III

 
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El día 11 continuamos viaje, en autobús, hacia Buon Ma Thuot, en el centro de Viet Nam –en la frontera con Kampuchea–. Regresamos, una vez más, a la selva montañosa ¡Hasta pronto playa!

El tránsito de uno a otro paisaje es francamente bonito. Empezamos haciendo el camino paralelos a la costa, lo que nos permite ver inmensos arrozales y criaderos de camarones (ya de vuelta en España me enteraré, por la prensa, de que ONG's españolas colaboran en el desarrollo de criaderos de camarones en zonas deprimidas al norte del país), junto con no menos numerosos árboles frutales que, aquí, abundan por doquier.

Poco a poco vamos siendo engullidos por la selva. Esa selva que vemos en las películas: exótica, cerrada, inaccesible, misteriosa, inmisericorde con los que no la conocen; pero esta vez no es película ¡Es real como la vida misma! Lo que vemos desde el autobús impone respeto, no hay un solo sitio por el que penetrar en el inmenso manto verde que se eleva desde el suelo hasta el cielo. Destacan las masas arbóreas que sobresalen apuntando al cielo, cubiertas de lianas, hojas, líquenes y musgos eternos. Plantas para nosotros desconocidas. Ya retirados de la brisa marina, y en un claro entre árboles, nos detenemos en la aldea D?c M?, en la provincia de Khánh Hôa, en un curioso manantial de aguas termales, llamado Truong Xuân. Este insólito lugar se halla en medio de ninguna parte, bueno en mitad de la selva, olvidado de las manos de Dios y Buda. No consta más que de una casa-bar-comercio y la gracia del lugar consiste en que, de entre una formación rocosa a ras de suelo, surge el agua a una temperatura de unos 80º C. Es fácil, y por eso no llama la tención aunque así debería ser, ver el vapor que se eleva del incipiente curso de agua, aquí, cuenta Omar, se pueden cocer huevos –para acreditarlo, en una pequeña pileta hecha de modo artesanal y con capacidad para no más de cinco o diez litros de agua, todavía hay restos de cáscara de huevo–. Si a esto le añadimos la humedad y el calor ambientales no es difícil creer lo de los huevos.

Se agradece la parada, por aquello de estirar las piernas (parece que hemos nacido en un autobús, todo el día dentro de uno), las vistas y el impagable contacto con la auténtica selva. Observamos cómo los niños del lugar (lo que será un denominador común en todo el viaje) se hacen cargo de los inmensos e imponentes búfalos de agua ¡Como si de borregos se tratase! Me da la impresión de que la economía en esta zona depende más del turismo que del trabajo humano.

Continuamos, en el autobús claro, subiendo al altiplano y comenzamos a ver la que, en esta zona, es la vivienda típica: casa de madera (que por aquí hay de sobra) sobre palafitos con el fin de evitar, en lo posible, que se introduzcan animales salvajes. Este modo de construcción es típicamente laosiano. Las hay muy bonitas y, por desgracia, francamente deprimentes. Con todas estas sensaciones despertando mis sentidos constantemente (selva, inmensidad, pobreza, riqueza, búfalos, niños, calor, humedad, etc.) llegamos a Buon Ma Thuot.

Llueve a cántaros ¡Se acabaron las vacaciones en el mar con clima tropical! ¡Hay que ver qué diferencia climática, entre otras, existe en este País! ¡Que bonita es la selva!

Llegamos tarde a comer, increíble ¿Eh?, tras la comida seguimos viaje a la aldea Don, fronteriza con Kampuchea. Está, la aldea, totalmente enfocada al turismo (aunque últimamente el gobierno del país no ha permitido a los turistas acercarse a esta zona por haber revueltas de los campesinos que reclaman mejoras en su situación). Conservan en muy buen estado su casa ¿Digo casa? ¡Caserío! comunal, de unos 6 ó 10 metros de ancho y unos 30 ó 40 de largo, totalmente diáfana en su interior, salvo por las columnas que sujetan la techumbre, toda ella en madera y con tejado de hojas, ventanas cada 3 ó 4 metros y elevada sobre el suelo, aunque en este caso su elevación es más testimonial que real, apenas se eleva unos 40 ó 45 centímetros del nivel del suelo. Tenemos la ocasión de utilizar la escalera típica para acceder a estas viviendas: un tronco con hendiduras talladas a unos veinte centímetros, las unas de las otras, para apoyar los pies. En la actualidad la función de esta inmensa casa comunal es servir de tienda de artesanía tribal.

Hay otras construcciones, muchísimo más elevadas que esta –a unos 4 ó 5 metros de altura–, donde desarrollan su vida las gentes que pueblan esta aldea, de hecho en una de ellas está la mayoría de las personas que hay en este lugar, excepción hecha de los que trajinan con los elefantes. En esta sí que impone respeto la “escalera de acceso” pues para nosotros resultan escasos tanto la anchura de la escalera como los escalones tallados.

Bueno pues ya está claro el objeto de nuestra visita a esta aldea, además de ver el modo de vida de los aldeanos de la zona, es montar en elefante. Elefantes que ellos cazan y doman (aún hoy mantienen la costumbre de cazarlos y domarlos para utilizarlos en el trabajo –nuestros tractores, vamos–). En rigurosos turnos de familia vamos subiendo a una atalaya de madera desde la que poder subir a los elefantes, porque éstos no se arrodillan como los camellos, por ejemplo, para que los humanos podamos aposentarnos sobre sus amplios lomos (y aunque se arrodillaran seguiríamos necesitando de una escalera para subir a su lomo). Como no hay elefantes para todos y no están por la labor de preparar un cuarto proboscídeo nosotros aprovechamos para visitar un bonito y antiguo puente de bambú de 340 metros de longitud, lo cual tiene bastante mérito, que atraviesa el río Sêrê Pok, que entra y sale en Kampuchea, afluente del Mekong en la referida Kampuchea. Se mueve, como todos los puentes de bambú anclados únicamente por los extremos, lo cual hace indefectiblemente que a medida que te acercas al centro se note en toda su crudeza el bamboleo del bambú, con los tensores como única barandilla y, por lo tanto, literalmente expuestos al aire. Las vistas desde el puente son magníficas y el atardecer precioso. El día se ha quedado totalmente claro. El río transcurre bajo nuestros pies con verdadera fuerza y caudal. Al otro lado del puente se divisa más espesa selva. Nos toca galopar a lomos de elefante. Meterse en la canasta que hace las veces de asiento ya es un logro, y tiene mugre por un tubo ¡Y nosotros vestidos con colores claros! ¡Inocentes! Estos bichos tienen la piel como la lija y los pelos como escarpias. El cuidador, que va a horcajadas sobre el cuello del elefante, le controla con un palo en uno de cuyos extremos hay un pincho y en el otro un gancho, ambos de metal. Desde nuestra altura, unos tres o cuatro metros, la vista es inmejorable y nuestro “vehículo” se va comiendo todo lo que encuentra a su alcance (sean hojas, bambú, matorrales o tiernos plátanos), lo cual hace que su cuidador se tenga que emplear a fondo con el útil de extremos metálicos pero este bicho es más cabezota que su cuidador y sigue a lo suyo, al tiempo que pasea por los alrededores de la aldea y del río, al final acabamos con el elefante metido hasta las ingles, o ijares, en una zona fangosa (si se llega a quedar atascado ¿Quién hubiera acudido a empujarle? Yo no, desde luego). Salimos del fango y acabamos nuestro viaje. En la casa comunal de la aldea nos dedicamos a la compra de artículos artesanales: faldas de su etnia y algún pequeño objeto elaborado en madera (mi hijo conserva una tortuguita de madera comprada allí).

Regresamos a la ciudad, no sin antes parar en una aldea del camino, ésta no es parada habitual para turistas, aunque hay un comercio de objetos para turistas.

La recorremos a pie, el mejor modo para ver la realidad de las cosas, destacan sobre todas las demás cosas las humildes casas que coexisten con las más pudientes, como todas las de la zona la mayoría están asentadas sobre palafitos, pues hay otras que están asentadas sobre el suelo directamente (como en el caso de la que hace de comercio en el centro de la aldea). Dato anecdótico, si se le puede dar ese adjetivo, por toda la aldea están dispersos altavoces que retransmiten las noticias que emite la emisora nacional (como el NODO en España, pero en radio). Omar dice que es para que el pueblo esté informado de todo lo que acontece en el país. Llegamos a tiempo de oír las consignas que en ese momento se dan por los altavoces, a nosotros no nos afecta ¡No conocemos el idioma! Aluvión de mosquitos (no olvidemos que seguimos en una franja intermedia de selva) y corremos a ponernos a salvo en el autobús. La visita ha sido breve pero intensa. Allí quedan los niños cuidando de sus hermanos uno o dos años menores que ellos mismos, los mosquitos, los altavoces, etc. ¡¡Muy bucólico!!

Llegamos al hotel donde nos alojaremos en Buon Ma Thuot, el Thang Loi. Se ubica en una de las esquinas de una amplia (la única de la ciudad me atrevería a decir) plaza cuyo centro está adornado con un monumento consistente en un tanque real –capturado a los americanos, parece–. Nos dice Omar que la cúpula militar de los americanos, durante la guerra, se alojaba en dicho hotel ¡Qué honor! ¡Lagarto, lagarto!

Al menos, podían haberlo mejorado los señores americanos. No tiene, ni mucho menos, la categoría ni las instalaciones de los hoteles anteriores pero es el mejor de toda la provincia. Cenamos. De nuevo está lloviendo (sólo hizo paréntesis para que visitáramos la aldea Dom y la otra). A dormir.

Al día siguiente, 12 de agosto, visitamos el Museo Tay Nguyen, de la etnia Ede, y después continuamos camino a la cascada Dray Sap, en el río Sêrê Pok, el mismo que cruzamos ayer por el puente de bambú y que entra y sale de Vi?t Nam para internarse en Kampuchea donde, finalmente, vierte sus aguas al Mekong. Estas cascadas consisten en una serie de tres o cuatro amplios, imponentes, caudalosos, salvajes y aislados saltos de agua, de no excesiva altura (unos 10 ó 15 metros), en medio de la más auténtica selva.

El recorrido hasta llegar al pie de una de ellas y visualizar otras dos o tres, desde un puente de madera (no de bambú, pero construido a la manera de éstos, diáfano sobre el río y tensado en sus extremos con cables metálicos), está perfectamente señalizado, aunque no por ello exento de barro, humedad, etc. Aunque por lo que vemos (unos lugareños desbrozando de maleza los alrededores para plantar maíz) aquí, en medio de la selva, se hace un trabajo ímprobo para ganarle terreno a la jungla, pues lo que hoy limpian para cultivar, mañana lo ha vuelto a devorar la maleza. Motivo por el que todos los días del año los campesinos han de realizar labores de desbroce (crece la maleza más rápido de lo que son capaces de limpiarla).

A lo que íbamos, tras un paseo, con bajada incluida por unas escaleras talladas o hechas de granito, llegamos al puente colgante de madera, pintado en color azul, desde el que se observa el grueso fuerte de las cascadas, al fondo, a unos ciento cincuenta o doscientos metros. Hasta aquí nos llega el vapor que origina la violenta caída del importante caudal de agua en toda la vasta extensión que ocupan las cascadas. La vista es impresionante y el ruido que nos llega, no es menor, es atronador. El respetable caudal que lleva el río ya lo quisieran el Canal de Isabel II o Iberdrola. Cruzamos el puente y llegamos al pie de otra cascada, donde se inicia el camino que conduce a la base de las cascadas que parecen encadenadas las unas a las otras. Mojándonos por el vapor y gritándonos para entendernos atravesamos las raíces aéreas de un ¿mangle? Para llegar a la orilla del río. Nos hacemos unas fotos y salimos pitando antes de empaparnos del todo. Volvemos a cruzar el río y seguimos el sendero trazado en la selva para hacernos una idea de lo que significa andar por la jungla. Todos, excepto Omar, acabamos con barro hasta el colodrillo (parte posterior de la cabeza). Omar va explicándonos las diferentes clases de árboles que vemos (lo cierto es que cada árbol de la senda tiene un bonito cartel azul con su nombre vietnamita) y para qué se utiliza su madera, también nos explica las utilidades de alguna que otra planta que crece cerca del camino (como es el caso de la hierba de cerdo o laosiana, que tiene propiedades astringentes o qué plantas no hemos de tocar por contener elementos tóxicos o ser, simplemente, venenosas) y cómo algunas hojas se pueden utilizar de paraguas. Realmente con este hombre se aprende un montón. Llegamos al final del recorrido, que coincide con el lugar donde está aparcado el autobús, dando por concluida esta excursión. Regresamos al hotel.

Tras la comida, abandonamos Buon Ma Thuot con nuestra vista puesta en Kon Tum, no sin antes pasar por Plei Ku. Todo el camino discurre por la espesa jungla. El altiplano central es así, a pesar de los defoliantes americanos. Desde las 14,15, hora en la que salimos del hotel –que como ya indiqué está a la entrada o salida, según se mire, de la ciudad– hasta las 19,30 horas disfrutamos de las comodidades del autobús. Hartos de estar tantas horas en cómodos asientos arribamos a Kon Tum. Los niños tranquilos y jugando, los mayores histéricos y al borde del colapso. Nos registramos, como es nuestro deseo, en el mejor hotel de la zona, pero aquí no están para pijadas, ni para pijos, nos corresponde un establecimiento de menor categoría que el de la última ciudad pero con el servicio añadido, que no tenía el anterior que sepamos, de un salón de masajes. Atendido por bellas señoritas con uniformes escasos. Con entrada junto al mostrador de recepción. Estos son los alicientes de los viajes.

Obviamente, ya es de noche, nos instalamos en sencillas habitaciones pero con cómodas camas (donde escasean los extras) y salimos a cotillear un poco por las calles de esta pequeña ciudad. Los olores son los de siempre: pólvora (de los escapes de los vehículos), tierra podrida (por la humedad y el calor), plantas, etc. Que, o pasas de ellos, o te revuelven el estómago. No obstante esos mismos olores le dotan de una característica peculiar, que personaliza, a este País. Compramos leche y fruta. Nos engañan como siempre, y no es eso lo malo, lo peor es que no será la última vez. Regresamos al hotel. Cenamos y a esperar el día siguiente.

Amanece el día 13 y el salón de masajes, con sus masajistas, sigue donde lo dejamos. Lástima, para una cosa interesante y fuera de programa. Nos vamos. Sale la plana mayor de las masajistas a despedirnos ¡Adiós bonitas! ¡Ya volveremos!

Salimos pertrechados con la comida del día, pues hoy utilizaremos la ruta Ho Chi Minh, antaño veredas en mitad de la selva para transportar, comunicar y abastecer –los vietcong– a sus combatientes en el sur.

¡Qué bien organiza Omar (además)! Visitamos, todavía en la ciudad, el Seminario Católico de estilo francés, construido como una inmensa casa de pueblo de los alrededores de París, pero utilizando las técnicas de aquí: edificado sobre palafitos (con remates al estilo gallego para asegurarse de que los roedores no pueden acceder al interior). Existe dentro de éste un muy completo museo étnico y una coqueta capilla, de cristales multicolores. Situado en un lugar privilegiado y casi frente por frente de la Catedral, toda ella de madera (Omar dice que es la más grande del mundo construida en madera). También muy bonita por causa de la madera y los cristales multicolores utilizados en su construcción. A la entrada del inmenso recinto cercado que ocupa, hay una típica casa de montaña: altísimo y estilizado techo de fibra vegetal y elevada con respecto al suelo.

Nos despedimos de la civilización entre nubes, sol y lluvia.

De la ruta Ho Chi Minh ¿Qué puedo contar, aparte de que discurre por la jungla? Bueno pues que es un hermoso y singular recorrido por la selva más salvaje y, en contadas ocasiones, por zonas ganadas a ésta con un esfuerzo sobrehumano de los humildes campesinos, que luchan por sacar provecho de los diversos cultivos que la salpican, aquí y allá, cerca de minúsculas y modestas aldeas o, simplemente, de casas aisladas, en valles y puertos de montaña. Aquí la lucha es a vida o muerte, cada día hay que burlar a la ley de la naturaleza: invadirlo todo.

La carretera, que al menos es carretera (aunque en mal estado), tiene zonas que están ocupadas por inmensos bloques de piedra o compactos montones de arena desprendidos de las zonas altas de la montaña que, rodando… rodando, han ido a parar allí y todavía nadie se ha molestado en quitar, por lo que hay que sortearlos. En ocasiones desaparece el asfalto y la carretera se convierte en un camino de grava o arena. Suerte que el conductor conoce el itinerario, o eso nos parece a nosotros, pues en ocasiones, además de no haber señalización de ningún tipo en todo el itinerario, hay que optar por uno u otro camino. No obstante debido a la novedad, la belleza y su puntito de aventura nuestro recorrido por estos paisajes es muy sedante y gratificante. Atravesamos rápidos cursos fluviales, unas veces más anchos y otras más estrechos. Subimos y bajamos otros tantos puertos de montaña y, tras atravesar un impresionante puente de hormigón (impresionante por el aislado y recóndito sitio donde se encuentra ubicado, sin tráfico, aparentemente, salvo nosotros –curiosamente durante todo el camino, que duró unas 4 ó 5 horas, hecho por la ruta Ho Chi Minh no nos cruzamos con vehículo alguno–) sin asfaltar, cubierto por la arena y las piedrecillas del lugar (paramos para hacer unas fotos del río que salva y al cultivo, a orillas de éste, en el que trabajaban un par de mujeres, además de para estirar un poco las piernas). Primer síntoma de que nos acercamos, de nuevo, a la civilización.

En el primer pueblo, ya con carretera asfaltada, calles y restaurantes o bares, paramos en un hotel en la misma carretera a la entrada, donde Omar pregunta si podemos comer, en la terraza que da acceso a éste, el picnic que llevamos en el autobús a cambio de hacerles el consumo de las bebidas y los postres, los propietarios del hotel, supongo que sorprendidos por la repentina visita y ante la falta de clientela no ponen ninguna objeción a lo solicitado, con suma amabilidad y servicialidad. ¡Por fin un sitio tranquilo, con sombra y sin traqueteo! ¿Quién puede venir a este apartado hotel y con destino a dónde? La bebida está caliente, pero como nosotros llevamos fría en el autobús ponemos a enfriar en la nevera del autobús la que nos sirven y nos tomamos la nuestra. Al finalizar la comida campestre pedimos helados para los niños pero no tienen ¡No hay problema! Se ofrecen gustosamente a ir a comprarlos. Y así lo hacen, coge uno de los ocupantes del hotel una pequeña moto y va a comprarlos, no sabemos dónde. ¡Vaya servicio de habitaciones! ¡Esto es vida! Agradecida despedida y continuamos en dirección a Hoi An.

Llegamos, entrada la tarde y francamente cansados, a Hoi An. ¡Vaya hotelazo! El Life Resort, construido imitando el estilo colonial francés a tres alturas y recién inaugurado. Ubicado junto al río que atraviesa esta ciudad y ocupando un recinto –como suele ser costumbre en este país– totalmente aislado del exterior. En el jardín de acceso a la recepción unas amables señoritas nos dan la bienvenida con ricos y frescos zumos de fruta por gentileza del hotel, procedemos a inscribirnos en este magnífico “Taj Mahal”. Parece mentira cómo en lugares, ya de por sí paradisíacos, pueden existir hoteles tan maravillosamente bien preparados para acoger, en condiciones excepcionales, a los viajeros cansados. Nos ubicamos en la primera planta, en habitaciones, al más puro estilo japonés con un coqueto porche en cada entrada y habitaciones distribuidas en dos alturas: el recibidor, a ras del suelo, y las camas y el baño tras subir dos escalones (este hotel me recuerda al Victoria de Can Tho, pero en moderno) ¡Esto es un hotel y lo demás son tonterías!

Mientras nos aseamos cae una impresionante tormenta con aparato eléctrico que causa sensación, en niños y adultos. No hay quién se mueva del protector hotel, pero por otra parte ¿Para qué habríamos de salir de este magnífico hotel? Cenamos en uno de los salones del hotel situado en la planta alta de otra zona apartada de donde se encuentran las habitaciones. Este salón-comedor se ubica en una torre de dos plantas y situado en la planta alta, con las mejores vistas sobre el río y los jardines del hotel, donde sólo los adultos ocupamos la mesa central, de los niños se hacen cargo las camareras –como siempre–, mientras en el exterior continúa la tormenta ¡Esto es, verdaderamente, un lujo asiático! La cena resulta maravillosa.

El día 14 de agosto, amanece como siempre ¡Temprano! A las 6 suena el despertador ¿Cómo permiten que suenen los despertadores en el paraíso? A las 6,45 a desayunar, como siempre bufé ¡Y qué bufé!

A las 8, en perfecto estado de revista, comenzamos la visita a la antigua ciudad de Hoi An (lo que se corresponde con el casco viejo). Realmente este casco antiguo es una verdadera “joya” (de “Joian”, que es, más o menos, como se pronuncia su nombre en vietnamita). Comenzamos el itinerario por el Museo de Hoi An y el templo Quan Công –el uno adosado y comunicado con el otro– caminamos, pues estas calles son casi peatonales (sólo circulan motos y bicicletas de transporte público y de los vecinos de esta parte de la ciudad), por calles soleadas, bulliciosas y abarrotadas que se mantienen en su estado original, lo que hace que me sienta transportado a otra época, entre comercios, restaurantes, hoteles, pensiones e industrias artesanales varias (lamparerías, sastrerías –en un día te confeccionan un traje completo–, zapaterías, ebanisterías, carpinterías, artículos de regalo, souvenirs, etc.). El sol, que cae de plano, nos está calentando el cogote y los sesos, llevemos o no la cabeza protegida. Visita a otra pagoda y continuación del paseo hasta llegar al Puente Japonés. Es todo un símbolo de esta ciudad, y está atestado de gente, todos nos hemos ido a concentrar en sus cercanías buscando la mejor fotografía del puente, cosa harto imposible. Se llama así precisamente porque fue construido por los japoneses, por lo que, obviamente, tiene un marcado estilo nipón. Todo él está cubierto por un bonito tejado y en su interior, concretamente en su centro, alberga una pagoda llamada Chua Cau (que viene a significar Pagoda del Puente). Como decía es tan llamativo y procura tanta fresca sombra en su interior que todos nos encontramos allí admirando las esculturas de sendos perros y sendos monos en las entradas del puente (no está muy claro si están allí porque se mandó construir durante un año del perro y se finalizó durante otro del mono, o porque quien lo mandó construir nació en un año del perro y falleció en un año del mono). Henos aquí intentando hacer la foto del millón, la foto del puente sin transeúntes. Lógicamente es peatonal pues está en el corazón del casco antiguo.

Lo atravesamos y alguien compra unos silbatos de cerámica para los niños, a cada uno le toca un animal-silbato. Llegamos a la antigua, como todas, casa de origen chino de Phùng Hung, toda ella en madera barnizada o tratada en negro y repartida en una planta baja y un primer piso (en la actualidad convertida en comercio). En la planta baja nos recibe una joven ataviada con el “ao dai” –traje típico femenino de Viet Nam– que, tras hacernos sentar en sendos bancos de madera, nos ofrece té, para seguidamente pasar directamente a las compras de artesanía (mantelerías bordadas, manteles individuales, trabajos en madera lacada, etc.) o subir a la planta superior, cosa que hacemos todos, para ver más productos de artesanía y optar por comprar de los de la planta baja o de los de la superior. Desde la parte superior de la escalera se domina todo el salón donde hemos sido agasajados con el té. La planta superior se dedica íntegramente a la exhibición y venta de productos artesanales (suponemos que son artesanales, claro, pues como tal nos los ofrecen). Tras las compras, por parte de los que quieren comprar, salimos a la calle (sigue haciendo igual, o más, calor que cuando entramos y los niños lo acusan, van cansados y aburridos –a ellos las compras ni les van ni les vienen–) para volver sobre nuestros pasos, esto es, cruzamos de nuevo el Puente Japonés (y ¡Mira que es bonito! No me canso de verlo y fotografiarlo), con tantos españoles por medio (no sólo nosotros, sino toda España en pleno está aquí) cuyo único objetivo, por lo que veo, no es otro, en estas vacaciones, que ponerse donde más molesten para que las fotografías contengan más gente que monumentos en cualquier toma que intentes hacer y, para colmo de males, todos españoles (¡Jo…! para esto me habría quedado en el Rastro Madrileño).

Callejeamos entre puestos ambulantes y comercios varios ¡Y cada vez hace más calor! ¡Es insoportable! Volvemos al hotel lo más rápidamente que nuestras cansadas piernas, y nuestros exhaustos hijos, nos lo permiten.

¡A comer!

Nos llevan a un restaurante muy próximo al hotel ¡Si estará próximo que tardamos más en subir y bajar del autobús que en llegar! Se llama Brother's Café y, como es natural, nos crucifican con el importe de la bebida, seguro que hemos pagado más de bebida que de comida: 11.000 pts. de las de antes –66,11 € de ahora–.

Digerimos la comida, y la factura, caminando por el Mercado, mansamente recostado bajo toldos en las calles del puerto y sus adyacentes, hasta donde nos llevan para dar un paseo por el río Thu Bon, tomamos un barco para turistas como los que tomamos en el delta del Mekong, totalmente distinto a los que utilizan para pescar y transportar mercancías, pues todo él está techado; navegamos bajo puentes y entre artes de pesca (que utilizan de manera original en esta parte del mundo). El sistema de pesca, como ya vimos en el Museo Oceanográfico de Nha Trang, consiste en una red de la que sus cuatro extremos se sujetan a sendas estacas que basculan hacia abajo por medio de una polea, oculta en una especie de caseta elevada sobre el nivel del agua, con la que se sumerge durante un tiempo para que al izarla, más tarde, queden atrapados los peces que en ese momento pululen sobre ella. Da la impresión de que sean redes de circo protegiendo el trabajo de imaginarios funambulistas. Somos privilegiados espectadores invitados a un maravilloso y tranquilo atardecer con primaverales cúmulo-nimbos de fondo entre barcos que realizan sus labores de pesca ¿Qué más se puede pedir?

Los barcos, todos los de este país, tienen pintados ojos en su proa, a ambos lados de la roda, que les sirven, según su tradición, para que vean el camino sobre las aguas con el fin de no perderse, tanto cuando salen a faenar como cuando regresan a puerto.

Regresamos al hotel y, ya solos, antes de la cena damos un paseo por las calles que, a estas horas, están bastante más frescas y tranquilas.

Amanece un hermoso y radiante día 15. Pantagruélico desayuno, como siempre. Abandonamos, definitivamente, este maravilloso hotel.

Vamos a visitar el enclave Cham de My Son (Bonita, Hermosa, Preciosa, etc. Montaña, traducción literal). Se encuentra en un escondido, remoto y feraz valle (es el único enclave Cham de estas características pues, para la ubicación de sus Kalan –templos–, siempre elegían las zonas más elevadas sobre el terreno). Fue la capital del imperio Cham hasta su desaparición. Llegamos a un lugar donde, obligatoriamente, han de quedarse los autobuses y vehículos que transportan a turistas y visitantes, comenzamos a andar para atravesar un puente de madera (mira que hay puentes en este País) y entrar en la zona acotada como enclave Cham. Al otro extremo nos esperan vehículos, todo terreno, que nos conducen al lugar de inicio de la visita a estas ruinas. Está en medio de la jungla, más que en medio ¡devorado por la jungla! Y en proceso de restauración. Entre ríos (como todas las culturas, se ubicaban cerca de corrientes de agua, aun cuando se situaran en zonas elevadas). El sitio es precioso y rodeado de montañas lo que dificultó, y al tiempo protegió, su localización. Sus edificaciones son, en cuanto a tamaño, impresionantes con multitud de edificios –unos en pie y los más medio derribados u ocultos por la selva–. Coincidimos con un equipo de televisión nipón que tiene ocupado, para su filmación, uno de los principales Kalan, lo que hace imposible poder visitarlo. Visitamos todo cuanto está abierto al público, que no es todo, ni muchísimo menos aunque el exterior de los edificios no es menos vistoso (están totalmente esculpidas sus paredes de ladrillos con diversas figuras danzantes, femeninas y de monstruos mitológicos) y regresamos al lugar donde se inicia la visita propiamente dicha, allí proyectan documentales explicativos de la zona y reconstrucciones virtuales del lugar. También venden recuerdos para turistas. Tomamos unos refrescos y regresamos al puente para refugiarnos en el protector autobús donde poder disfrutar del aire acondicionado. El calor y la humedad, también como siempre, son insoportables.

Abandonamos tan maravilloso paraje en dirección a Da Nang, no sin hacer un alto en las Montañas de Mármol (que son cinco, la una junto a la otra).

En las Montañas de Mármol comenzamos nuestra visita subiendo a la pagoda que da acceso a los templos de las montañas (dentro de sus grutas, que son varias y de diverso tamaño, y contenido). Para ello, primero, hemos de subir unos interminables y altísimos, para la envergadura de los lugareños, peldaños (no comprendo cómo gente de porte tan reducido puede hacer escalones para gigantes y ¿con qué fin? Quizá sea para expiar pecados ¿Quién sabe?

Llegados a la pagoda que sirve como distribuidor para las que se cobijan en las grutas, tomamos un camino que sale a la izquierda de ésta que, a su vez, se bifurca en dos nuevos caminos, ya estos sí se dirigen directamente a sendas grutas en las montañas. El de la izquierda se bifurca una vez más en otros dos, uno de los cuales me lleva subiendo levemente y pasando bajo una o dos puertas de medio punto, no lo recuerdo bien, a una gruta impresionante, tanto por su tamaño (cabe un edificio de 5 ó 6 plantas en su interior), como por su contenido. La primera sala de acceso está presidida por una estatua de buda sobre un altar, tras penetrar en una oscura y estrecha hendidura de unos 8 ó 10 metros de longitud –donde es necesaria una linterna–, que se abre a la izquierda del altar, se llega a la sala principal custodiada por sendas figuras a tamaño natural de dos guerreros con aspecto no muy amigable que flanquean las escaleras que bajan hasta la gruta, desde este lugar, que se encuentra por encima del nivel más bajo del suelo unos 3 ó 5 metros, se tiene la mejor visión de la gruta y su contenido, que se abre de forma natural al cielo en el centro de su techo, aproximadamente. Una vez bajados los escalones, tenemos, al fondo la imagen gigantesca de Buda (esculpida en la pared, creo, pues la iluminación de toda la sala consiste en la que se filtra por el techo abriéndose paso por entre el frondoso follaje exterior y alguna que otra vela o antorcha), a la izquierda una construcción de la que desconozco su fin y que cubre otro pasadizo entre la roca y a la derecha un pequeño templo de piedra ¡Impresionante! No tengo otra palabra para definirla. Y yo sin trípode para la cámara ¿Cuándo aprenderé? Retrocediendo sobre mis pasos salgo para dirigirme a la otra gruta. El calor y la humedad, tanto dentro como fuera de las grutas, es insoportable y el esfuerzo de subir escalones, yo al menos, lo acuso. En los bordes de los caminos los lugareños descansan y se refrescan ociosos prestando atención, divertidos, a las idas y venidas de los turistas extranjeros ¡Nosotros, entre otros!

En la siguiente gruta, la central, no pude más que atisbar su entrada pues era más necesario que en la anterior disponer de una linterna para poder adentrarse en ella ¡Lástima, espero que no fuera más vistosa que la primera! ¡Recordar para futuros viajes llevar la linterna!

Cuando llego a la bifurcación de caminos tomo el único que me queda por recorrer (aunque hay uno que también desemboca allí y que no parece oficial pues baja de la montaña por entre la vegetación y es de arena), tras subir otros escalones y traspasar un arco que alguna vez albergó una puerta y que une dos montañas, al inicio de lo que sería ya el final de la visita se encuentra, a la derecha del camino, la tercera gruta que visité. Mucho más modesta que las otras dos. Se accede a ella subiendo una pequeña pendiente por los escalones tallados en la roca que conducen a una oquedad, casi perfectamente redonda y del tamaño de un hombre alto, abierta en la pared de la montaña. Consta de una sala no muy grande presidida por una estatua de buda a tamaño natural interpuesta al camino que conduce a otra sala más reducida pero más alta y con su techo abierto al exterior, por donde se filtra la luz del sol, y con numerosas inscripciones de tipo religioso pese a carecer de figuras. Al otro extremo de la segunda sala, unos 4 ó 5 metros, comienza una empinada y estrecha subida, casi en chimenea, entre piedras sueltas y encajadas entre las paredes, que cada vez se juntan más, divisándose al final la luz del día, lo que me hace suponer que tiene salida al exterior y es accesible, con reparos. Aquí no he coincidido con nadie y los que han entrado en la gruta conmigo apenas han visto la segunda sala, han vuelto a salir por donde entraron. Si no hay salida, como pienso, ese será el camino que tomaré también yo. ¡Pues no! Mi corazonada era cierta al final del pasadizo, y tras varios frotones con las paredes y las piedras, todo ello aderezado con la inestimable ayuda de la tierra húmeda del suelo, salgo al exterior, a media altura de la montaña, a un camino que cada vez se vuelve más empinado y que discurre entre la exuberante vegetación que crece a diestro y siniestro. La vista desde aquí es de pájaro. Alcanzo a ver el mar y la ciudad de Da Nang además de las cumbres de las otras montañas y, abajo, el camino por el que he llegado al pie de la gruta y por el que transita la gente que va en busca de la salida. Llego a la cima de la montaña (más tarde me dirán que esta subida recibe el nombre de “El Nirvana”, no me extraña) y la vista es la mejor de todas las recompensas. Aquí ya llegan otros turistas pero por otro camino de arena, también bastante empinado y resbaladizo. Bajo por el nuevo camino descubierto y ¡zas! Aparezco en la bifurcación de caminos. Este es el que no parecía oficial, el de arena. Vuelvo a subir al camino que conduce y rebasa la última gruta donde he entrado y al final de éste nos reagrupamos bajo el dintel de lo que en su tiempo fue otra puerta. Comenzamos el descenso hacia otra pagoda al pie de las Montañas de Mármol pasando por un hermoso mirador y una torre de la campana, dejando a la derecha la torre de siete o nueve (según la costumbre han de ser impares) alturas que acompaña a las pagodas y que se dominaba desde la cima donde estuve. Debido a que vamos justos de tiempo nos perdemos la última pagoda, al final del trayecto.

En Da Nang (que es parada obligatoria para efectuar la comida, de ahí las prisas) comemos, lógicamente, tarde ¿En cuántas ocasiones hemos llegado temprano a un sitio? La respuesta no es muy complicada: en ninguna. No hay modo de quitarnos esta costumbre, uso diría yo, de encima. Nos acomodamos en el bonito (todo él de exterior remozado, imitando las construcciones cham) y típico (para guiris) restaurante Apsara. Para mí la comida fue exquisita (quizá por mi inclinación al picante y lo exótico), no siendo así para el resto de la expedición ¡Para gustos se hicieron los colores!

Visitamos el importante y completo Museo de Escultura Cham que aglutina los principales descubrimientos de todos los enclaves de dicha cultura que se han realizado en Viet Nam (salvo las figuras y esculturas que se encuentran repartidas por museos de Francia –Louvre– y Gran Bretaña. Creo que incluso algunas piezas se encuentran en EE.UU.). Se encuentra a orillas del río Han, en la esquina donde convergen las calles Trung Nu Vuong y Bach Dang. Fue fundado por la École Française d'Extrême Orient en 1915, cosa que se nota por su cuidada construcción de estilo colonial, no en vano contiene la mejor colección de tallas Cham en arenisca del mundo (altares, lingas, yonis, Makaras, Garudas, Ganeshas, Shivas, Brahmas, Vishnus, etc. con exquisitos detalles). Todos los objetos mostrados en el museo, datan de entre los siglos VII al XV, y corresponden a los yacimientos de Dong Duong (Indrapura), Khuong My, My Son, Tra Kieu (Simhapura), Thap Mam (Binh Dinh) y otros de las provincias de Quang Nam y Da Nang. Las salas del museo están bautizadas con los nombres de los lugares donde se hallaron las figuras expuestas en ellas. Así, entrando por el pabellón izquierdo, accedemos a la Sala My Son, para continuar por la Sala Quang Tri, la Sala Quang Ngai (ya en el pabellón central), la Sala Quang Nam, la Sala Tra Kieu, la Sala Dong Duong, la Sala Quang Binh, la Sala Binh Dinh y la Sala Thap Mam, por la que salimos al exterior, desde el pabellón derecho.

Como no vamos muy bien de tiempo, al finalizar la visita al museo, no podemos realizar la excursión ni al río Han ni al Mercado. Continuamos con destino a nuestro próximo objetivo: la playa de Lang Co.

Recorremos la serpenteante carretera que discurre bordeando la costa en constante subida dejando a nuestra derecha magníficas playas, ceñidas por zonas de selva, en las que nadie parece interesado (apenas vemos algún que otro pescador con su barquichuelo trajinando en ellas). Nuestra ascensión sigue lenta pero imparable. En una de esas paradisíacas playas que divisamos al fondo, entre selvas, nos dicen que la construcción que vemos es una leprosería (bonito lugar para poner una leprosería). Así llegamos al Paso de Montaña de “Hai Van” o lo que es lo mismo “Paso Nublado”, y es cierto, si ves el norte el sur está cubierto por la bruma o las nubes, y si por el contrario ves el sur lo que está cubierto es el norte.

Parada para que respire el autobús, y nosotros, y para hacer fotos del lugar, antaño zona de litigio. Todavía se conservan los refugios y búnkeres de las guerras que han asolado este paso. Vendedores por doquier, etc. En un momento dado se abre el cielo y se ve al sur Da Nang, de donde procedemos, y al norte una inmensa playa de fina arena flanqueada por la continuación de este macizo montañoso, con arrozales a sus pies, y un precioso mar azul turquesa, donde nos dirigimos. Estamos rodeados por una espesa jungla salvaje desde que abandonamos la ciudad.

Este es el único camino que une el norte con el sur, y hubo un tiempo en que fue la frontera natural entre una zona y la otra (para unos y otros el mundo conocido acababa aquí). Nos dicen que están construyendo un túnel, como hicieron el del tren, para evitar tener que ascender hasta este paso. Se ganará en tiempo pero no en vistas.

Nos rodean, y persiguen, mujeres y niños, como ya es habitual en cada una de las paradas que hacemos, para vendernos bebida, comida, souvenirs, pedirnos monedas “euros” para su colección (todo el mundo colecciona dinero), etc. Con esa mezcla de curiosidad e ingenuidad que les caracteriza nos preguntan de dónde somos: ¡Tay Ba Nha!, respondemos y nos obsequian con una retahíla de palabras mal aprendidas, pero no exentas de mérito, en español ¡Cómo aprenden y con qué facilidad! Indagando en la cultura española y queriendo averiguar el significado de cuantas palabras les decimos y que ellos repiten. Nos refugiamos en el autobús, ya repuesto de la ascensión, y continuamos hacia el solaz que disfrutaremos durante los dos días, completos, que permaneceremos en Lang Co. Se nos hace la boca agua y alegra nuestro humor pensar en los días de playa.

Bajamos con la vista puesta en el puente que atraviesa lo que parece una bahía que penetra en la tierra, ceñidos a la montaña y viendo ora sí, ora no, el recorrido de la vía del “Tren de la Unificación” tras salir de las entrañas de la roca –una gran obra de la ingeniería vietnamita–.

Pasamos la ciudad, pueblo, aldea o lo que sea de Lang Co y, a unos 3 Km., nos desviamos a la derecha para entrar en un complejo hotelero constituido por bungalows, el Lang Co Beach Resort que, como su nombre indica, está asentado a orillas del Mar del Sur de la China. La recepción, por dentro, es toda de madera, además del salón que hace de comedor, anejo a ésta. Nos corresponden unos espaciosos bungalows (cada construcción comprende tres de estos adosados, con la entrada principal por un sitio y posibilidad de salir, a través de puertas de cristal que abarcan toda la pared del lado opuesto, a un magnífico porche cubierto, y compartido, con vistas al Mar del Sur de la China y acceso privado a la playa). Nos toca junto a la piscina –con jacuzzi– ¡No está mal! La zona está constantemente vigilada por guardas de seguridad que recorren todos los caminos que surcan la urbanización (día y noche).

Este sitio es una maravilla ¿Por qué hemos esperado tanto tiempo para llegar hasta aquí? Realmente, si de verdad lo deseas, aquí desconectas y descansas profundamente de las prisas que nos han acompañado durante todo el viaje.

Una inmensa playa, sol, arena dorada y fina, muy poca gente, buen tiempo, nada que hacer, ambientillo de relax, cervecita, etc.

Como en todos los hoteles en los que hemos estado hay gente trabajando constantemente en el cuidado de jardines y plantas ¿Es necesario realmente?, en la puesta a punto de los bungalows, etc.

La primera tarde (cuando atardece tras las montañas donde se prepara una tormenta, a juzgar por las negras nubes que se van amontonando sobre ellas), paseando por la playa y haciendo fotos se me ha acercado una niña (según ella de 11 años) que me ha pedido la consabida moneda de euro para su colección. Tengo la última moneda de euro en el monedero y se la doy ¡Qué suerte has tenido bribona!

Al anochecer descubrimos que el suelo está plagado de sapos, o ranas, no sé que son, pero lo cierto es que los anfibios se hinchan, duplicando su tamaño, cuando les achuchas y te hacen frente si te acercas a ellos. En los picos de las montañas ya ha estallado una enorme y ruidosa tormenta eléctrica que no tarda en llegar, en forma de gruesas gotas, hasta donde estamos, mientras que en el mar brillan, y tililan como estrellas, un elevado número de lucecitas que van de aquí para allá. Barcos de pesca, supongo.

 

El día 16 lo dedicamos a ociosear, es decir a no hacer nada, casi ni nos vemos entre nosotros. Piscina, playa, paseos por la arena buscando conchitas o algún tesoro olvidado –no por mucho tiempo pues, a pesar del gorro, el sol pica más de lo deseable–. Como no hemos madrugado más de lo necesario, para el desayuno, no nos hemos dado cuenta de que aquí los bañistas irrumpen en la playa a primerísima hora de la mañana, las 6 ó las 7, para que los rigores estivales no les achicharren la piel. Por eso a las ocho no hay casi nadie en la playa ¡Y nosotros sin saberlo!

Los accesos a la playa disponen de unos recipientes con agua dulce para que antes de subir por la escalera al complejo te laves los pies y te quites la molesta arena. Nos instalamos en una mesita que se encuentra en uno de los jardines atendida por una camarera de la barra que da servicio a la piscina, donde se encuentran todos disfrutando no sé si del calorcito del agua o, simplemente, de los juegos infantiles. ¡Yo firmo así toda la vida!

Por la tarde, otro paseo por la orilla del mar, baño para los que así lo desean y recogida de conchitas, tesoros olvidados, etc.

Chaparrón nocturno (que conste que hoy también se veía venir, las nubes, los relámpagos y los truenos que oíamos, denotaban una importante actividad tormentosa sobre las cimas de la montaña), ranas gordas y cena.

Amanece el día 17 como el anterior, con nubes de fondo sobre el limpio y tranquilo mar, despejado sobre nosotros y con más nubes sobre la cercana montaña. Desayuno en el salón del hotel (como siempre zumos, frutas, café, té, bollería, embutido, tortilla a la francesa con verduras, yogures, etc.) y de nuevo piscina, jacuzzi, paseo por la orilla del mar y baño en el Mar del Sur de la China y nueva tormenta (debe ser el clima de aquí, cada tarde-noche hay tormenta).

A las 8, del día 18, ya estamos todos listos y en orden de marcha (lavados, arreglados, desayunados y con el equipaje en el autobús), por lo que proseguimos nuestro itinerar por las tierras del sudeste asiático tras romper con la rutina diaria de correr hacia una imaginaria meta. Nuestro próximo destino es Hu?, la antigua ciudad imperial.

Discurre la carretera, más o menos, paralela a la costa. Y nos acompañan en nuestro viaje miles de pequeñas libélulas. Superamos un nuevo paso de montaña, Phu Gia (más modesto que el de Hai Van), y en un control de velocidad instalado en la carretera (estos sí que se ven, no como los españoles que están camuflados) le retiran el carné de conducir a nuestro conductor y le imponen una multa equivalente a 100 $ dólares por exceso de velocidad, lo que aquí supone una muy grave sanción económica (parece ser que iba a 80 Km./h. cuando la velocidad máxima permitida, en carretera, es de 40 Km./h., ahora me explico por qué los traslados de una ciudad a otra se nos hacen larguísimos).

A la llegada a Hu? lo primero que hace el conductor es pasar por la comisaría (el equivalente a la Jefatura Central de Tráfico) para, con nuestra ayuda, intentar recuperar el carné y evitar el pago de la sanción (hemos redactado un escrito de descargo en el que exponemos la extrema urgencia que teníamos en llegar a la ciudad pues llevamos a una niña enferma –lo cual es cierto–). Surte efectos a medias, nunca mejor dicho. Recupera el carné, pero no le perdonan la multa. Aquí ¡El que la hace, la paga!

Tras nuestra ajetreada llegada a Hu? nos instalamos en el antiguo y muy bonito (emblemático iría de perlas en este caso) hotel Saigon Morin, de la época colonial francesa (realmente los franceses, a diferencia de los americanos, dejaron un exquisito y rico legado cultural, con o sin intención, que esta gente está empezando a recuperar y utilizar). Los pasillos de este hotel, de tres plantas, tienen unas más que mullidas moquetas (parece que pisemos césped sin segar) adaptadas a los larguísimos pasillos que conducen a las habitaciones. Las habitaciones son excepcionales, grandes, de amplísimas camas (dos), con un amplio baño de estilo entre japonés y marinero y, en la habitación, un gran ventanal que nos permite ver el exterior.

Los chicos, apenas hemos dejado las maletas en la habitación correspondiente, hemos salido para llevar los carretes de fotografías a revelar (como siempre que llegamos a una ciudad importante. Lo uno –salir de najas de la habitación– y lo otro –llevar a revelar las fotografías–) a un laboratorio que se encuentra frente al hotel, en una calle lateral. Como tenemos tiempo atravesamos el puente francés de Clemençeau (en la actualidad conocido por su nombre vietnamita: Tràng Ti?n), junto al hotel, que salva el imponente curso fluvial del río Perfume (song Huong) para encaminar nuestros pasos hacia el Mercado Central de esta ciudad. Aún no me he acostumbrado a este agobiante y pegajoso calor húmedo, y aquí se nota más de lo que es habitual. A lo que iba, penetramos en el Mercado, en principio para comprar unos manguitos de piscina para niños. No sé cómo entablamos “conversación”, si a eso se le puede llamar así, con dos vietnamitas (mujeres) que paparruchean algo de español. Una de ellas nos acompaña durante todo el recorrido, llevándonos a la tienda de un amigo suyo (supongo que por aquello de la comisión) pero no nos convence nada y dejamos la tienda sin hacer compra alguna. Como nuestra anfitriona se esfuerza con esmero le correspondemos invitándola a un refresco en un puesto del exterior. Acabamos comprando un pijama de seda y nos despedimos de nuestra improvisada guía.

Regresamos lo más rápido que podemos a refugiarnos al hotel, con la nuca achicharrada por el sol –todos vamos tocados con gorra– y sudando como recién salidos de una sauna, y, todo el grupo, nos dirigimos a comer en autobús al otro lado del río, en el 3 er piso del hotel Huong Giant, en un amplio comedor para nosotros solos, con magníficas vistas sobre el río Perfume y la ciudad ¿Será que, como de costumbre, hemos llegado tarde? ¿Quién sabe?

Tras la rica, y escasa, comida partimos hacia la Ciudadela.

En el cortísimo recorrido que va del restaurante a la Ciudadela cae una auténtica tromba de agua pero, como vamos cómodamente instalados en el autocar, a nosotros “plin”. LLegamos a las puertas de la antigua Ciudadela (al aparcamiento donde todos los autobuses han de dirigirse), construida para proteger a la Ciudad Imperial que contenía, a su vez, a la Ciudad Prohibida, a imagen y semejanza de la de Pekín. No hemos terminado de pisar el suelo cuando una marabunta de mujeres y niños nos rodea intentando vendernos desde paraguas extensibles hasta gorros cónicos típicos “nón lá” (pasando por chubasqueros, capas de agua, mapas, artículos de seda, etc.), como estamos equipados con nuestras propias capas de agua no les hacemos mucho caso (si omitimos el paraguas extensible que, por la módica cantidad de 1 $, he comprado para proteger las cámaras de vídeo y fotografía).

Antes de relatar nuestro encuentro con la historia de esta ciudad voy a hacer un, espero que breve y ameno, paréntesis para desarrollar algunos datos sobre esta ciudad y su Ciudadela.

Ahí van: Esta ciudad era conocida en el siglo XVI por el nombre de Thuan Hoa y fue convertida en capital de Vi?t Nam por Nguyen Anh, en 1802, tras derrotar a Tay Son y ascender al trono con el nombre de Gia Long. Él fue quien comenzó la construcción de la Ciudadela, allá por 1805.

La Ciudadela, que se construyó entre los años 1805 y 1832 siguiendo el patrón chino, se sitúa al norte del río Perfume y está orientada al sudeste, mirando al monte Ngu Binh (Montaña de la Mirada Real). En el río hay dos islotes, el Ta Thanh Long (Dragón Verde Izquierdo) y el Huu Bach Ho (Tigre Blanco Derecho). Ambos tienen la misión de proteger a la Ciudadela.

Destacar, además, que tiene un perímetro de más 10 Km. con muros de 6,6 m. de alto y 21 cm. de anchura, construidos con ladrillos y el interior de los tabiques relleno con escombros. Tiene diez puertas, cada una de ellas con una Torre del Reloj y dos historias para justificarla. Sus nombres se corresponden con la dirección a la que dan salida, así la del sudeste recibe el nombre de Thuong Tu, la del este Dong Ba, etc.

A la Ciudad Imperial se accede por la Puerta del Mediodía (Caa Ngo Môn), aunque tiene otras tres más, empezando por la del este y en sentido contrario a las agujas del reloj encontramos la Cua Hien Nhon, la Cua Hoà Bình y la Cua Chuong Ðuc (orientadas al este, norte y oeste, respectivamente). La del Mediodía fue construida por Minh Mang en 1833. Está dividida en dos niveles. El primer nivel, que se corresponde con el suelo, consta de cinco puertas (la del centro, por la que actualmente pasamos los turistas, sólo la podía utilizar el Emperador y el resto eran para el paso de mandarines y militares) y en el nivel superior se halla el Lau Ngu Phung (el Pabellón de los Cinco Fénix) soportado por cien columnas, desde donde el Emperador pasaba revista a las tropas y despachaba asuntos en la sala central, las dos salas laterales, en la actualidad del tambor y de la campana, se reservaban para los miembros de la corte.

Una vez traspasada la puerta, se abre un camino entre dos estanques que da a la Explanada del Gran Saludo (Sân Ðai Trieu), que antecede al Palacio de la Armonía Suprema (Ðien Thái Hoà) donde tienen acomodo los tronos de los 13 últimos Emperadores Nguyen (de Gia Long a Bao Dai).

Esto es lo que queda de la Ciudad Imperial, además de la ruinosa Biblioteca Real (un hermoso conjunto que se está desmoronando por falta de cuidados) y el rehabilitado Teatro Real (Duyet Th? Ðuong). La Ciudad Prohibida, donde sólo el Emperador, su familia y sus eunucos podían entrar, fue completamente arrasada por las tropas del sur durante la ofensiva del Tet.

Con estos datos doy por finalizado el paréntesis cultural y continúo la narración.

Tras cruzar un pequeño puente sobre el canal que circunda la Ciudadela, atravesamos la magnífica puerta, The Nhan, que da acceso al recinto, totalmente amurallado, y escampa.

La tarde se viste con unos colores tan alucinantes como limpios, el azul del cielo contrasta vivamente con las zonas de césped, que son bastantes, y su propio reflejo sobre las húmedas baldosas grises que tachonan los caminos, con alguna que otra nube de fondo, que une en una espectacular degradación desde el algodonoso blanco al macizo gris oscuro, para dar más contraste al azul del cielo y a la luz reinante que produce profundas sombras y nítidos colores.

Comenzamos admirando los cuatro cañones sagrados (junto a la puerta Cua The Nhan, por la que entramos a la Ciudadela) que representan a las cuatro estaciones –en la otra puerta (Cua Quang Ðuc), al otro lado de la torre de la Bandera y que no llegamos a visitar, están los otros cinco, que representan a los cinco elementos: agua, fuego, tierra, madera y metal–, todos de bronce (y que jamás han sido disparados) nos dan la bienvenida entre altísimos árboles. Recorremos, con la mirada, la amplísima plaza de la Bandera (bueno, quien dice bandera dice banderaza). Frente a ésta, y enteramente rodada por otro canal, se encuentra la Ciudad Imperial (que a su vez contenía a la Ciudad Prohibida), a la que se accede por una magnífica triple puerta, llamada del Mediodía (Ngo Môn), que sustenta las torres del tambor (izquierda) y de la campana (derecha) y que es la que nos da paso al interior de la antigua Ciudad Imperial. Nos hacemos la obligada fotografía, de grupo, frente a dicha puerta y nos mezclamos con el mare mágnum de turistas que pasan por caja para pagar la entrada. Muchos de ellos españoles, con guía en inglés ¡Manda güev…!

Desde la entrada hasta lo que sería, aproximadamente, la mitad del recinto hay unas cuantas construcciones rehabilitadas, entre las que destacan, tras la Explanada del Gran Saludo, el Palacio Thái Hoà (el Palacio de la Armonía Suprema, que alberga los Tronos Imperiales, con todas sus columnas bellamente decoradas con dragones –símbolo imperial–) con nueve dragones dentro y en el exterior, las Casas Derecha e Izquierda y el Teatro Real (realmente quedan en pie una ínfima parte de los palacios, templos y recintos que en su día se levantaban aquí ¡Una lástima y, una vez más, por los EE.UU! Esta gente es peor que la termita) y desde la última de las construcciones rehabilitadas hasta el final, que equivale a dos, más que hermosos, campos de fútbol de primera el uno junto al otro unidos por su parte más ancha, el terreno está liso, como la palma de una mano (donde estaba enclavada la Ciudad Prohibida), en casi toda su extensión salvo por alguna que otra zona en la que se hallan restos de escaleras (de tres o cuatro peldaños) que descienden… ¡a ninguna parte! Lo que convierte esa desolada extensión en una hermosa pradera de tupido césped verde. Ante la grandiosidad que debió tener esta obra humana se te caen los palos del sombrajo. Esta parte fue destruida por los norteamericanos durante la ofensiva del Tet, en el año 1968, aniquilando, además, a la totalidad de sus 10.000 habitantes ¡Así se escribe la historia! Los unos defendían, con o sin razón, su tierra; los otros sólo sus intereses económicos y su antropófaga pasión por el control de todo y de todos.

A la derecha de esta inmensa explanada se levanta, y resiste orgullosa en pié, lo cierto es que de milagro por el estado en el que se encuentra, lo que era la Biblioteca Real, a juzgar por los carteles que se encuentran en sus cercanías, a la que antecede un recoleto y hermoso estanque en la fachada principal. Más a la derecha, y por detrás de esta construcción, han reconstruido el Teatro Real, en estilo colonial que no desentona excesivamente del entorno, aunque yo preferiría que se hubiera rehabilitado la biblioteca coronada por exquisitas tejas de porcelana que poco a poco van cayendo y se van resquebrajando, junto con las contraventanas de madera enrejillada, totalmente arruinadas.

Tras esta visita cultural que, además de admiración y respeto, me produce una gran tristeza regresamos al hotel atravesando el puente Clemençeau (es más sencillo escribirlo en francés que en vietnamita) que desemboca en la fachada de nuestro rimbombante hotel.

by R. Rico de Madrid

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