VIETNAM
BLOG DEL VIAJE POR VIETNAM DE SUR A NORTE PARTE IV, R. RICO
 
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El día 19 de agosto amanece soleado, claro y precioso, además de muy caluroso y húmedo. Algo malo tenía que caracterizar a esta ciudad.

Bajamos a desayunar de un exultante buen humor y mejor descansados al jardín interior del hotel, donde se sirven los desayunos a la sombra de sus centenarios, a juzgar por su porte, y gigantescos árboles. El bufé se compone de huevos, tostadas, bollería varia, panecillos diversos, leche, té, café, zumos, fruta, embutido, frutos secos, pasas, salchichas, bacón, etc. que cada quien recoge de unos carritos abastecidos de todo lo necesario y que, cuando escasea algún producto, es rápidamente repuesto por empleados del hotel. Nos repartimos por la zona aledaña a la piscina, que como ya he dicho está protegida de los rayos del sol tanto por los imponentes árboles como por oportunas sombrillas y una pérgola que ayudan a paliar los huecos que puedan existir entre éstos. También, los que así lo quieren, se protegen del sol a la sombra que proyecta el propio edificio del hotel. Nos separa de la piscina un corredor cubierto abierto a ambas zonas, aunque el acceso a la piscina realmente es una balconada con escalera al centro, pues la piscina está elevada con respecto al jardín. Bueno pues ahí estamos, mezclados con el resto de huéspedes, separados obligatoriamente los unos de los otros pues las coquetas mesitas, lógicamente, son de jardín y no dan para más de 3 ó 4 personas. Nosotros, como no entendemos de etiqueta ni hablamos el idioma, unimos dos mesitas. La tortilla a la francesa con verduritas ¡Extraordinaria! ¡Como siempre!.

Tras el pantagruélico desayuno empezamos a llevar a cabo nuestra apretada agenda de visitas. Comenzamos con la visita a la pagoda de Thiên Mu, instalada sobre un promontorio con vistas al río Perfume –Huong– y desde donde se obtiene una privilegiada visión de la ciudad y sus alrededores. Tras las escaleras de acceso (común a la mayoría de las pagodas) está la entrada propiamente dicha al recinto sagrado, llamando poderosamente mi atención la torre octogonal (que, para nuestra desgracia, está siendo restaurada por lo que se halla cubierta de un entramado andamiaje de bambú, realmente admirable, si la torre es mejor que el corsé temporal que le han puesto merece la pena visitarla. Tendrá que ser en otro viaje) ¡Imposible apreciarla en todo lo que vale! A la derecha de la entrada está la torre de la campana y a la izquierda la del tambor. Esta pagoda es famosa, además de por todo lo resaltado ya, porque de ella partió el bonzo (aquí los monjes budistas son conocidos como bonzos) que en la Saigón pro americana (Ho Chi Minh) se prendió fuego en señal de protesta por el régimen político, que gobernaba bajo la batuta norteamericana el país. De ahí la expresión “se quemó a lo bonzo”, cuando se debería decir “se quemó un bonzo”. Se conserva el coche, un Austin, con el que llegó a la capital del sur y junto al que se prendió fuego. El resto como en la mayoría de las pagodas que hemos visitado: tranquilos e idílicos jardines para la contemplación y el sosiego, y zonas de oración, en penumbra, totalmente alfombradas (es necesario descalzarse al entrar en los recintos sagrados). Llegamos en el justo momento en que una familia, se supone que con poder adquisitivo, presenta a su joven hijo, un niño de no más de 8 ó 10 años, al superior del lugar para que curse estudios en la pagoda.

Más de lo mismo (autobús) y a visitar los mausoleos de los emperadores vietnamitas. Aunque se construyeron trece, uno por cada emperador de la dinastía Nguyen, actualmente sólo se conservan y pueden visitarse siete. Todos obedecen al mismo criterio de construcción basado en el feng shui (cinco elementos: fuego, agua, tierra, metal y madera). En todos, se comienza subiendo una empinada escalera que acaba en una triple puerta, llamada Tam Quan (su acceso central estaba reservado para el emperador y los laterales para los mandarines y los militares), dentro de los recintos existen las siguientes construcciones: la Corte del Saludo, la Casa de la Estela (donde obviamente, en una estela que descansa sobre una tortuga, está grabada la biografía del emperador correspondiente), templos, lagos y estanques, pabellones, jardines y, finalmente, la tumba (unas veces en un recinto propio y otras fundida en el entorno).

Comenzamos por el mausoleo de Minh Mang (que ensalza la solemnidad), cuyos planos realizó él mismo y situada a 12 Km. de la ciudad (el emplazamiento lo eligió su consejero, el mandarín Le Van Duc, por métodos geománticos –técnica adivinatoria que, casualmente, coincide con el buen gusto y la lógica, utilizada para elegir el emplazamiento de todas las tumbas imperiales–). Fue la única que no se terminó de construir bajo el imperio del propio emperador (la terminó Thieu Tri) y su perímetro mide 2 Km. de longitud. Un camino de 700 m. divide en dos partes iguales el conjunto y la puerta principal recibe el nombre de Dai Hong (al interior no se accede por ésta), dentro, además de las edificaciones comunes a todos los mausoleos, encontramos el templo Sung An, el pabellón Minh Lau y, al final del complejo, la tumba propiamente dicha.

Después visitamos el mausoleo de Khai Dinh (la sofisticación), cuya construcción duró 11 años y que refleja la influencia occidental (visitó Francia), por lo que es la menos oriental, en su concepción, de todas. Está realizada en concreto, pizarra para los tejados y hierro labrado para la puerta, es una mezcla de románico, gótico e indio con influencias budistas. Incluyó la iluminación eléctrica, cerámicas y cristales coloreados para crear mosaicos orientales y sus techos están pintados con frescos copiados de las iglesias occidentales, sólo que se cambiaron los motivos religiosos occidentales por dragones y nubes. Llaman la atención las esculturas, a tamaño natural, de sus mandarines, caballos y elefantes (un poco por debajo del natural, pues nadie podía ser superior al propio emperador –por lo que deduzco que era bajito–). Ambos son impresionantes remansos de paz en medio de la naturaleza (hasta el día de hoy no hay edificaciones cerca de éstos).

Llega la hora de comer y volvemos a la ciudad para acometer dicho menester en un restaurante, situado en una calleja lateral junto a la Ciudadela, que se esmera en ofrecer lo que aseguran son los platos que, en su día, deleitaban los exquisitos paladares de los emperadores (desde luego la presentación es muy original, vistosa e inusual, pues cada plato representa a una tortuga, un dragón, un pez, etc.).

Tras la imperial, y sabrosa, comida (y como hay tiempo) vamos a visitar el mausoleo de Tu Duc (ensalza el lirismo. Destacó como experto en filosofía, historia y literatura oriental). Fue el emperador que más tiempo gobernó, 35 años, aunque no fue muy respetado por sus súbditos. Está construido dentro de una muralla de nueve lados y 1,5 Km. de perímetro. Este mausoleo sí que es un auténtico remanso de paz y equilibrio en medio de un bosque (él buscó deliberadamente un lugar tranquilo y apacible en el que mezclarse con el entorno natural –un bosque de pinos–, poniendo los elementos artificiales en zonas estratégicas para no perturbar la armonía del lugar). La escalinata de la entrada es, como en las demás, empinada (y después de comer, más todavía). Si a eso le añadimos la temperatura reinante, no menos de 30 grados, y una humedad relativa de un 80% (como mínimo), la mezcla es una sensación de espantoso y agobiante calor, con lo cual se nos hace muy difícil disfrutar de este real sitio (supongo que tumbado en una hamaca a la orilla del estanque, viendo pasar tranquilamente el tiempo y abanicado por un criado, la visión del conjunto es totalmente distinta).

Regresamos a nuestro particular Edén, el hotel. Recogemos las fotografías, incluidas en un CD infectado de virus, mientras las chicas se refrescan junto a los niños en la piscina ¡Que para eso está!

Al día siguiente autobús y visita a la tumba de Dong Khanh (ensalza la delicadeza), totalmente distinta –en cuanto a concepción y diseño– de las otras tres que vimos ayer. Finaliza nuestra gira turística por Hu? con una visita a la tranquila y aislada pagoda Tu Hieu, ubicada en un recóndito lugar oculto en el interior de un bosque.

Regresamos al hotel recogemos las maletas y al aeropuerto a toda prisa. A volar hasta Hà N?i.

Cuando salgo del hotel pienso: ¡No hemos visitado la ciudad (mercado –sólo algunos hombres–, construcciones y calles de interés, río, etc.)! ¡Vaya marcha que llevamos!

Resaltar que, durante el vuelo, nos ofrecen, y lo agradecemos, un refresco de Pepsi equitativamente repartido, entre los que lo aceptamos, de una botella de 2 litros (como en casa). Por lo demás el vuelo discurre plácida y tranquilamente.

Llegamos a Hà Noi. Ha cambiado un poco (de momento la Terminal en la que desembarcamos es la que dejamos en construcción, seis años atrás) pero su olor, ese olor-perfume propio de esta ciudad que en su día despertó todos mis sentidos (no por lo desagradable sino por lo característico), es el mismo que todavía, en ocasiones, y sin venir a cuento recuerda mi pituitaria (memoria histórica, se podría decir). Y sus gentes también. Estamos en un sitio conocido y familiar.

El tráfico, que ahora se compone de más coches y motocicletas que de bicicletas (creo que éstas últimas han perdido la batalla del transporte, definitivamente, en esta zona del mundo), es menos ruidoso (ya no hacen sonar constantemente el claxon de los vehículos –tanto de dos, como de cuatro ruedas–) y hay ¡semáforos! y, lo que tiene más mérito, ¡los respetan! (bueno, casi).

Nos acomodamos en el hotel Meliá y salimos a reencontrarnos con la ciudad que abandonamos hace seis años. Vamos al lago Hoan Kiem ¡A tomarnos unos zumos como antaño! ¡Como en los viejos tiempos! ¡Qué alegría pisar de nuevo estas calles y parques! ¡Pisar donde pisamos! ¡Estar donde estamos! De nuevo… en la que fue ¡nuestra casa durante dos meses!

Afortunadamente para ellos todo ha cambiado (a mí me gustaba más el otro Hà Noi). Frente al Ciao Café han construido una especie de “Corte Inglés” (recuerdo que cuando estuvimos en 1998 había un magnífico solar vallado) ¡Hay que jod… con el progreso! Y la gente ya no pasea en pijama por los alrededores del lago. La mayoría camina más deprisa y no se ven tantos grupos de jugadores de su particular ajedrez o damas (no sé exactamente qué juego es, aunque podría ser el ajedrez chino o xiangqi).

A cenar. Y así lo hacemos en el hotel, un bufé a base de marisco y calamarcitos a la plancha. Ducha y veo, desde el ventanal de nuestra habitación, el edificio azul de la lotería y reconozco algunos edificios más como el de la policía y, cansado de escudriñar las familiares siluetas de los edificios, me vence el sueño.

Al día siguiente, 21 de agosto, salimos con destino a Bai Chai. Las carreteras ya no son lo que eran, ahora se ven nuevas y discurren por sitios distintos a los que utilizamos antaño. Cuando hicimos este mismo viaje, allá por 1998, cruzamos varios ríos en transbordador y utilizamos carreteras que, en algunos tramos, estaban construyendo, en este viaje no dejamos la carretera en ningún momento y no utilizamos transbordadores. Todo cambia con el tiempo y, si es a mejor, pues miel sobre hojuelas. Hacemos la obligada parada, en esto las costumbres no han cambiado, para que puedas dejar algo de dinero, en una fábrica de artesanía de todo tipo (pinturas, lacados, sedas, joyas, muebles, etc.), donde uno de los vendedores habla un muy, pero que muy, aceptable español ¡Ya me gustaría a mí hablar vietnamita un cuarto de bien de lo que él habla mi idioma! Y así transcurre la mañana hasta llegar a Bai Chai, como siempre fuera del horario, por lo que el junco Dragon's Pearl –nuestro hotel para este día– ha zarpado del puerto. Hacen que una lancha del junco venga a recogernos al puerto.

Embarcamos, como piojos en costura, con todo nuestro equipaje en una motora para cinco o seis personas. Menos mal que el viaje es corto, apenas unas decenas de metros pues el junco nos espera al pairo tras la bocana del puerto.

Nos trasladamos al junco ¡Esto ya es un barco! Muy bonito –al más puro estilo chino, todo él en madera– y confortable (porta dos mástiles –aunque navega a motor– y dos cubiertas superiores, además de una sobrecubierta donde están las tumbonas para tomar el sol). En la cubierta superior se halla el puesto de mando del barco y, delante de éste en el exterior, sillas y mesas y, por detrás y pegado a éste, el comedor y la cocina. La siguiente cubierta aloja los camarotes (bonitos y con lo necesario para viajar: armario, camas y baño con ducha) y por debajo de ésta, a nivel del agua, los camarotes de la tripulación y el acceso a la sala de máquinas con los motores, además de a la entrada de popa.

Dejamos el equipaje en el acceso de popa, a ras de agua, por el que embarcamos (y mañana desembarcaremos) y subimos rápidamente hasta la cubierta superior, donde está el comedor, pues nos están esperando para ofrecernos un zumo. Al resto de viajeros les han ofrecido una variación de frutas mientras esperaban nuestra llegada (lo sé porque, al día siguiente, cuando abandonamos el junco preparaban la recepción de los que embarcarían ese día), y seguidamente nos sirven a todos la comida –nos advierten de que durante el día que pasaremos embarcados cada adulto tiene derecho a cinco bebidas, y que los niños no tienen derecho a ninguna (será porque no pagan)–. Mientras comemos el barco ha comenzado a navegar por lo que, al término del almuerzo, nos encontramos frente a la isla donde se encuentra la Gruta de las Sorpresas, Sung S?t.

Gigantesca gruta a la que llegamos, trasladados por la embarcación que nos recogió en Bai Chai, y nos introducimos a nivel del mar para, tras un largo recorrido interior por salas gigantescas iluminadas con focos de distintos colores y luces indirectas, estalactitas y estalagmitas de diversas y variadas formas, llegar al final del recorrido subiendo por una empinada escalera tallada en la roca hasta un mirador, a unos 30 ó 40 metros sobre el nivel del mar, con una inmejorable vista de toda la bahía y las islas cercanas. Vemos nuestro barco, y un montón de ellos más, esperando a cierta distancia. Bajamos por una escalera exterior, entre exuberante vegetación que la oculta de la mirada de los barcos, hasta el embarcadero y volvemos a la lancha, que nos da un paseo por entre las islas más cercanas. Como quiera que está atardeciendo, nos acerca a una isla (Ti Top), en cuya cima hay una pagoda, que dispone de una pequeña playa en la que algunos mayores, los que llevan bañador, y todos los niños se dan un baño. El Junco nos espera a escasos 200 metros. El Sol, lentamente, se va poniendo y regresamos al junco a presenciar un irrepetible e indescriptible anochecer, con el Sol ocultándose, en la lejanía, tras la pagoda que culmina la isla entre espléndidos tonos amarillos, anaranjados, rojos, azules, violetas, etc. tanto en el cielo como reflejados en la mar ¡Toda una explosión de maravillosos e irreales colores!

El momento es mágico.

Cenamos, muy romántico todo –dicho sea de paso–, fondeados en algún lugar de la Bahía de Ha Long cerca de la isla Ti Top. Cada mochuelo a su olivo y a dormir, o lo que se tercie.

Amanece, el día 22 de agosto, ducha, desayuno, frugal que para eso estamos en un barco, y a recorrer un poquito… muy poquito, la Bahía. Paramos o, mejor, fondeamos cerca de las paredes calcáreas e inaccesibles que emergen del agua elevándose hasta una altura, desde nuestra posición, increíble y los guiris que viajan con nosotros, parecen franchutes e ingleses, se dan unos chapuzones ¡Como si nunca hubieran visto el mar! ¡Llegar hasta aquí para perder el tiempo dándose chapuzones me parece increíble! Y para terminar la fiesta aparecen medusas de un tamaño más que respetable (con tentáculos de metro y medio de largo por unos cuarenta centímetros de diámetro) que no dejan de pasar por las cercanías del barco. Mosqueados por la dilatada parada le decimos al capitán que o nos lleva a que veamos más islas o él y su junco van a salir en Internet como lo peor de la Bahía de Ha Long. La bronca hace efecto y nos ponemos en marcha. Por suerte para el capitán, los guiris y para nosotros mismos, sobre las 11,30 viene una motora a buscarnos.

Nos trasladamos, con todo nuestro equipaje, a la chalupa y nos despedimos del Dragon's Pearl. Ponemos rumbo desconocido hacia el barco Nangtien. Éste sí que es un auténtico barco al estilo de los antiguos juncos, hecho con técnicas modernas. Es precioso, todo él en madera con remates de bronce ¡Lástima que no hayamos pasado la noche en él! ¡Me siento como un corsario malayo (la tripulación, en todo momento muy correcta y afable, tiene ese aspecto)! Es un barco de recreo para ocho o diez personas, sobre la cubierta, y a popa, está el puesto de mando y, delante de éste, hay mesas y sillas náuticas (de loneta, madera y herrajes de bronce), todo el conjunto protegido por un techado de madera y bambú que permite tanto gobernar la nave como disfrutar del paisaje a cubierto de las frecuentes lluvias de la zona.

La recepción no puede ser mejor, bebida fresca para todos y, como colofón, una mariscada de la que nos resulta imposible dar cuenta por completo (almejas, nécoras –de las de esta zona–, gambas, etc.). Todo ello regado con licor de arroz. Mientras comemos navegamos en dirección a la isla de Cat Ba, nuestro próximo destino. Se nos hace corto el trayecto, a las 13 horas desembarcamos en la isla, Parque Natural de Cat Ba, zona protegida.

Un minibús, más que suficiente para nosotros (además de que, por esta carretera, uno más grande tendría sus dificultades), nos espera en lo que podríamos denominar desembarcadero (en obras), al final de la carretera y haciendo filigranas por entre la zona de obras llegamos hasta él. La primera parada la hacemos en la recepción del Parque Natural, donde nos explican la importancia de este parque y la diversidad tanto vegetal como animal que tiene cabida dentro de sus límites (incluidos los marinos). Un guía (joven, de entre 18 y 22 años, para más señas) nos invita a hacer una pequeña excursión al interior de la zona boscosa –selvática, en realidad– y nosotros, que siempre nos dejamos querer, aceptamos. ¡Craso error!

¿En qué hora? Hemos dado con el “Rambo” del lugar. Empieza la excursión, tras un más o menos relajado paseo por asfalto hasta un pozo de agua y una zona de bancos cubiertos, trepando (pues como ya padecimos en los templos Cham hacen escalones desproporcionados para su tamaño, y el nuestro) por unos empinados escalones, no recuerdo si dijo que eran ciento treinta y cinco o doscientos y pico ¡muchos, vamos! A mí se me hicieron más de los necesarios. Tras una empinada (valga la redundancia), húmeda, resbaladiza, limosa y calurosa subida (de un kilómetro según “Rambo”) llegamos a una zona de selva ¿Qué digo selva? ¡¡SELVA!! Desde donde se vislumbra, a duras penas por entre la apretada maleza, arbustos y árboles, la entrada al parque. Chorreando sudor, cansados, sedientos, cubiertos por el fino barrillo rojo del camino (escalera) y con un calor agobiante hacemos un alto en el camino, hay incluso alguna piedra preparada como banco. Para los niños es suficiente, y para nosotros también (empiezan a venir los mosquitos a cientos y aquí no hay quien pare). El guía pregunta si alguien tiene ánimo suficiente para seguir un poco más, hasta la torre de observación (tipo ICONA) que se ve desde la entrada del parque sobre una colina cercana, a un kilómetro más según él. Dice, para que algún incauto pique, que tiene unas magníficas vistas sobre toda la isla. ¿Picó alguien? ¡Pues… yo! ¿Quién sino, iba a picar?

Mientras todos, menos el guía y este que escribe, bajan de regreso a la civilización y el reposo, yo pongo mis ojos en los talones del guía (es lo único que puedo ver mientras que voy tras sus pasos para no perderme, y para pisar donde pisa él) lo cual tampoco es fácil, a pesar de lo que parezca, pues es veloz como una gacela y se permite el lujo de correr, mientras canta, en algunos trechos (cosa que a mí me cuesta más de lo que me gustaría). En una bifurcación nos hemos separado de los que bajan, ellos han tirado a la izquierda y nosotros a la derecha, el sendero se convierte en un auténtico barrizal rojo (donde en ocasiones “flotan” azulejos de barro cocido, reminiscencias de algún día en que a alguien se le ocurrió enlosar el camino y lógico resultado de hacerlo en medio de la selva. Supongo) donde es difícil no sólo andar sin resbalar, sino el simple hecho de mantener la verticalidad. Miro, como un estudiante atento, a los pies del que me precede con el ánimo de desentrañar los secretos de “andar por la selva y salir de ésta inmaculado, como quien anda por un amplio y limpio camino”. Bueno pues eso lo tendré que dejar para una siguiente vida, en ésta es imposible. Este muchacho me lleva a “trote cochinillo” ¿Alguien le ha explicado que la guerra terminó y que yo no soy un enemigo? Y lo peor de todo es que él no se mancha (ni se despeina) y yo voy hecho un Adán. Nos encontramos a un inglés, bastante mayor que yo, que hace el camino inverso, esto es, él baja por donde nosotros subimos ¡Qué tío! Nos detenemos, apenas dos minutos para conversar (entre ellos, claro, pues mi inglés no es tal) y seguimos con decisión y paso firme (quien puede) hacia la torreta, que cada vez parece que la corren un poco más para allá. En el transcurso del “paseo” tenemos numerosos escarceos lingüísticos para comunicarnos (supongo que él para decirme lo lento que voy y lo bonito que es el paisaje, y yo para decirle que afloje un poco el paso para poder admirar el paisaje). Apunto en asuntos pendientes: ¡Aprender un poco de inglés, coñ…! Acabo deprimido y con la impresión de que nuestro entendimiento va a ser imposible. Así pasamos un buen rato hasta que llegamos a los pies de ¿una escalera de metal oxidado? fijada a una mole de roca por la que trepamos (cómo se mueve la jod…), por desgracia (o por suerte, no sé) un poco más arriba, hay otra más, en idénticas condiciones, y ya casi en la cima me invita a subir corriendo y cantando, como él hace.

Llegamos al pie de la atalaya, y desde aquí las vistas son, efectivamente, fantásticas y amplias. Al final tenía razón “Rambo”. Y todavía no hemos subido a la atalaya (unos 15 ó 20 metros por encima de la cumbre rocosa donde pisamos). Encaramos con decisión la estrecha escalera que bordea, subiendo exteriormente, todo el perímetro de la estructura conduciéndonos hasta el mirador que culmina la estructura metálica. “Rambo” sube corriendo y cantando, no se cansa (como él sube todos los días entre dos y cuatro veces, está entrenado. Además de la edad que nos separa) ¡Y sigue sin sudar! El último rellano, el que da acceso al observatorio, sólo tiene una tabla, de las tres o cuatro que lo componían originalmente ¡Cuidadito con el pié, que hay una muy respetable caída!

¡Por fin estamos arriba! Ha merecido la pena el esfuerzo y la humillación que me ha infligido este hombre. Se ve toda la isla, incluida la entrada al parque (con nuestro autobús al fondo), y los caminos que trazan líneas zigzagueantes allá donde la selva se funde con el mar. Aquí arriba sólo se oye el silencio, el viento y nuestras voces para comunicarnos (las ráfagas de viento son fuertes, lo que impide que nos oigamos con claridad). Creo que los dos coincidimos en estar felices por haber llegado hasta aquí, yo por recibir este magnífico regalo que significa ver lo que muy poca gente ha podido disfrutar y él por compartir conmigo lo que para él, sin duda, representa todo un “tesoro”. Yo cansado y feliz, él sonriente y orgulloso.

Saco mi cámara de vídeo y grabo hasta que la cinta se acaba, no importa llevo otra de repuesto, y sigo grabando todo lo que se divisa desde esta atalaya, “a vista de pájaro”. Nos hablamos, o al menos lo intentamos, supongo que él intentando decirme lo que se ve y yo intentando preguntarle qué es lo que se ve. Y así discurre un rato largo (que a mí se me hace corto) de palabras y sonrisas. Entiendo que para él debe ser frustrante que me pierda todas sus amplias y magníficas explicaciones sobre todo lo que nos rodea.

Tras recuperar el resuello, yo –claro está–, comenzamos el descenso haciendo, lógicamente, la ruta en sentido inverso (por lo que no voy a repetirme sobre los patinazos, las destrepadas, etc.), yo chorreando y lleno de barrillo rojo, él impoluto como el que va a una fiesta ¡Ya me contará cómo lo hace! El regreso (que es bajada) se me hace bastante más corto que la ida. Al final de los escalones, donde iniciamos todos la excursión, nos espera el grupo. Me dicen que deje que me limpien las zapatillas (las dos personas que estaban allí cuando hemos iniciado la excursión, que viven de eso) y me echen un cubo de agua sobre la cabeza para aliviar el calor y la fatiga. Ese cubo de agua es una bendición, en las circunstancias en las que me encuentro, me refresca y alivia la sensación de agobio que llevo desde que inicié la ascensión con el guía y, por otra parte, el señor me limpia con un cepillo de raíces las zapatillas rojas hasta dejarlas, casi, en su color original (blanco). Recompenso su trabajo con una propina y consumiendo un refresco a un módico precio (que es de lo que viven). Realmente ha merecido la pena esta parada y hacerle un guiño a la monotonía del mero hecho de ir, como una maleta, de un lado para otro. Siempre recordaré a este guía (espero que él haga lo mismo conmigo) y esta excursión.

De nuevo en el microbús, más que relajados: agotados, continuamos hacia la única ciudad que hay en la isla. Nos instalamos en el mejor hotel, el Van Anh. Es un hotel modesto, con una persona en la recepción (como los que utilizamos durante nuestra estancia en el centro del país) que atiende a todo (inscripción, desayunos, limpieza, etc.), pero muy limpio, agradable y, dentro de sus posibilidades, confortable (tiene unas amplísimas camas). Ducha, ropa limpia y a pasear por el puerto (frente al hotel) mientras el día nos obsequia con un precioso atardecer de colores rojizos. Sentados en una terraza, disfrutando de una cerveza (sólo le falta estar fría) y algo que quiere parecerse a una cena, coincidimos con un matrimonio, él francés y ella vietnamita, que han vivido durante cuatro años en Barcelona –por asuntos de trabajo– y que hablan perfectamente en español, el mundo es un pañuelo. Están de vacaciones, como nosotros, con sus dos hijas pequeñas. Regresamos al hotel a descansar. Algunos nos lo hemos ganado.

Amanece el 23 de agosto, tan bonito como se fue el 22, y acabamos nuestra estancia en Cat Ba. Desayunamos lo que buenamente pueden proporcionarnos en el hotel (con más voluntad que medios pues no es, ni muchísimo menos, un desayuno bufé de los que hemos disfrutado hasta hoy) compuesto por café, té, tostadas, pan fresco, algún bollo, mantequilla (que en este país tiene mérito), mermelada, plátanos y un poco de embutido. Los que atienden el hotel (hoy son una pareja) intentan agradarnos por todos los medios.

Microbús y regreso al dique (con sorteo de derrumbe en la carretera, incluido) donde nos depositó la lancha del Nangtien. La motora nos espera puntualmente allí para trasladarnos al junco. De nuevo en la gloria. Nos llevan, en la motora, a hacer una excursión al interior de una isla a través de un angosto pasadizo ocupado por cientos de murciélagos. El interior es impresionante, un anillo rocoso protege una inmensa charca de mar. Regresamos al junco y llegamos a Bai Chai, desde donde continuamos viaje hacia Hà Noi con parada en una fábrica de cerámica. Llegamos a los arrabales de Hà Noi y nos trasladan, a los niños en moto y a los adultos andando, a través de una zona industrial hasta una casa donde disfrutamos de una comida al más puro estilo vietnamita. Nos recibe un hombre, engalanado con uniforme militar lleno de condecoraciones (luchó, primero, contra los franceses y, más tarde, contra los americanos, llegando a ser oficial del ejército rojo). Un hombre muy mayor que forma ya parte de la historia de este País. Comemos, en una zona cubierta de la casa y abierta al jardín, una rica y bien servida muestra del recetario vietnamita y algunos se hacen una foto con el ex militar. Continuamos hasta la capital.

Llegamos al hotel Meliá, una vez más, donde tras un paseo cambiamos nuestro equipaje de playa por otro de montaña, pues esta noche partiremos con destino a Lao Cai, en la zona montañosa del norte del país, paso obligado para llegar a Sa Pa, nuestro destino final.

A las 21 horas estamos tomando posesión de nuestros compartimentos en el Tren Victoria, uno para cada matrimonio. Al llegar a la estación, muy próxima al hotel, hemos contratado los servicios de un maletero que en su carro ha trasladado nuestro voluminoso equipaje hasta los últimos vagones (cuidándonos muy mucho de los descuideros, pues hay muchos por aquí, lógicamente). Los niños están rebosantes de alegría, han descubierto que, por compartimento, hay cuatro literas (vamos a pasar toda la noche en el tren) y se piden una de las de arriba. Los compartimentos de los vagones que pertenecen al hotel Victoria, totalmente diferentes al resto del convoy y situados a la cola de éste, son totalmente de madera. Tenemos sobre la mesita auxiliar un regalo para cada uno de los ocupantes de las literas (dos botellitas de agua dentro de una bolsa de tela de las que fabrican las etnias de la montaña) pero, como no sabemos que es un regalo, nos limitamos a bebernos el agua y dejamos las bolsas (al regreso no será así). Los niños no paran de contentos con las literas y las luces individuales de éstas, van de un compartimento a otro jugando a subir y bajar de las camas. Nos invitan a ir al último vagón (el restaurante del hotel Victoria) donde nos agasajan con una copa de licor. Para compensar nos tomamos una tónica y nos clavan. Nos retiramos a descansar. Durante toda la noche viajamos (unas veces circula el tren y otras espera en vías o andenes a que pase otro o, simplemente, haciendo tiempo. Yo más que dormir, a pesar de que está todo perfectamente limpio, cómodo y cuidado, me limito a descansar pues me despierto con frecuencia (unas veces notando que estamos parados y otras que estamos en movimiento). De regreso a España les pregunté a los niños qué les había gustado más del viaje a Vi?t Nam, a lo que me respondieron: El viaje en el tren ¡Qué curioso! ¡Qué fácil es contentar a un niño!

Día 24. Sobre las 8 de la mañana llegamos a Lao Cai. El cielo está cubierto, pero no amenaza lluvia sino bochorno. Estamos en la frontera con China, un río sirve de frontera. Autobús y desayuno campestre en medio de alguna carretera (bajo la sorprendida y risueña mirada de niños, mujeres y hombres que faenan en el campo y de los búfalos de agua) con dirección a Coc Ly, lugar al que nos dirigimos para visitar su mercado étnico y bajar por el río Chay (afluente del río Rojo). Abandonamos nuestra flamante carretera (comparable a una comarcal de España) para utilizar otra penosamente mala con despeñaderos, durante todo su recorrido, al río Chay, por el que espero que bajemos, no dentro del autobús sino, en una barcaza.

Afortunadamente llegamos a Coc Ly sin nada que resaltar, a no ser el agobiante calor que hace, y visitamos su atestado mercado étnico, cubierto en algunas partes por toldos multicolores (lo que hace que se respire un agobiante, denso y claustrofóbico ambiente), en el que se vende de todo: desde carne de cerdo hasta caballos, pasando por artesanía, ropa, útiles de trabajo, etc. (llaman mi atención unas enormes y bonitas mariposas negras y azules que no paran de revolotear por todos sitios). Hay, al final del mercado, un puente colgante (sobre el río Chay) que merece la pena verse y atravesarlo. Es impresionante la caída que tiene sobre el río (que desde arriba, y luego desde abajo, se ve bastante bravo) y la longitud, que no la anchura (metro y poco), de este puente colgante: unos cien o ciento cincuenta metros; por el que atraviesan todo tipo de personas, animales y vehículos (motos) que caben en él.

Bajamos, tras despedirnos del conductor y su ayudante, hasta el margen derecho del río y embarcamos, en dos lanchas rápidas, con destino a Bao Ha, una aldea junto a la carretera principal que utilizamos para llegar a Coc Ly. Mientras bajamos por las rápidas aguas del río divisamos, además del impresionante paisaje con sus búfalos de agua incluidos, a nuestro autobús que viaja en la misma dirección que nosotros, por la carretera que discurre sobre nuestras cabezas en la ladera derecha de estas escarpadas montañas. Durante todo el recorrido no paramos de ver saltos de agua que vierten sobre el cauce por el que discurre nuestro viaje, a veces vemos gente en la orilla, generalmente niños que se bañan junto a sus búfalos de agua y que nos saludan con la mano al pasar. Nadie más lleva nuestro camino y sólo nos cruzamos, en una ocasión, con una lancha que hace el camino inverso. Llegamos a Bao Ha, donde unos toman un refresco y otros una cerveza, para continuar, ahora en el autobús, camino de Sa Pa.

Discurre el camino entre terrenos aterrazados (ganados a la montaña con habilidad y mucho esfuerzo) con cultivos de arroz, tanto en las laderas montañosas como en las riberas de los múltiples cursos fluviales que, aquí por estar en plena montaña, son rápidos y, a juzgar por el entorno, fríos. Desde que abandonamos las lanchas no hemos parado de trepar por la carretera… siempre hacia arriba, entre ríos y montañas.

Llegamos a Sa Pa y, tras comer en un restaurante típico de la ciudad, nos inscribimos en el hotel Victoria. Magnífico, moderno y bonito (el equivalente a un hotel de montaña de primera categoría en Pirineos o en los Alpes). Salimos a recorrer las calles de la ciudad, donde una niña nos enseña un “cortapelo” (escarabajo multicolor –negro y gris, en este caso– de larguísimas y serradas antenas, de unos 10 cm. de longitud). Oteamos las cumbres que nos rodean intentando ver el Fan Xi Pan (el Aneto de este país) con sus 3.143 metros, pero es imposible todas están cubiertas por espesas nubes. Nos retiramos a descansar pensando en que mañana será otro día, y quizá sea el día en que veamos al escurridizo Fan Xi Pan.

Amanece, el 25 de agosto, cubierto con claros (y las montañas del fondo –las que nos interesan– culminadas por algodonosas y espesas nubes). Tras el opíparo y tranquilo desayuno (salvo por una o dos mesas más todo el salón es para nosotros, donde ocupamos una amplísima mesa) iniciamos el camino, en autobús, hacia el Paso de Montaña Deo Ton –en la cadena montañosa Hoang Lien Son que, además de contener el pico más alto de Vi?t Nam, sirve de separación natural entre las provincias de Lào Cai, por el distrito de Sa Pa, y de Lai Châu, por el distrito de Pong Th?–. Durante el ascenso hacia el paso que nos conducirá a Lai Châu, también conocido por Tram Ton –según la guía que se consulte–, dejamos, para el regreso, a nuestra derecha y ya casi en el collado la Cascada de Plata, Thac Bac. A partir de este punto empieza a envolvernos una fina niebla que impide observar, en todo su esplendor, la desbordante naturaleza que se despliega a nuestro alrededor (árboles, arbustos, flores, prados, lomas, montañas, ríos, valles, etc.). Culminamos el paso de montaña, desde donde se inicia la subida al Fan Xi Pan y que tiene una duración, mínima estimada, de tres días, y comenzamos a bajar, ya en la provincia de Lai Châu, ciñendo la ladera que lentamente pierde altura en su discurrir por la falda de la montaña –supongo que estribaciones de la cadena principal, Hoang Lien Son–. La niebla, desde que cambiamos de provincia, ha ido disminuyendo paulatinamente, lo que nos ha permitido ver unos impresionantes valles, sobre todo por el que discurrimos, cuajados de furiosas caídas de agua en cada curva que describe el autobús y verde, muy verde todo lo que alcanzamos a ver.

De las cumbres de la cadena montañosa que hemos dejado a la izquierda, donde se supone que se encuentra ahora el Fan Xi Pan, cae con vertiginosa rapidez una cascada que, a juzgar por la distancia que nos separa de ella, debe tener una altura de no menos de doscientos o trescientos metros (surge de entre las nubes que ocultan las cimas, lo que nos impide saber realmente su longitud, pero aún así es impresionante). Además, en el fondo del valle, hacia donde nos dirigimos, divisamos rápidas torrenteras de agua de deshielo que discurren por entre pedregosos cauces, lo que hace que destaquen sobre el verde que rasgan con los colores propios del granito, desde el grisáceo hasta el rosado, y los tonos rojizos propios de la tierra. Estamos rodeados de laderas tupidas de bosque que, hasta media altura, el hombre ha aterrazado para su aprovechamiento agrícola. Las cumbres de uno y otro lado siguen sin dar la cara, ocultas por espesos cuajarones de nubes que, en ocasiones, dan la impresión de querer desaparecer para, seguidamente, dar paso a un nuevo jirón de nubes que tapa lo que se iba entreviendo. Continuamos nuestro descenso por la tortuosa y retorcida carretera, con zonas que han sufrido recientes desprendimientos, al fondo del valle ya vemos con claridad un importante curso de agua que serpentea entre inmensas rocas (hablamos de bloques pétreos de importancia, piedras de un metro cúbico hasta quince o veinte), producto de épocas pretéritas en las que el deshielo y las morrenas de los glaciares arrastraron los inmensos pedruscos que parecen puestos para impedir el paso del agua. Aquí y allá el verde que nos rodea, durante todo el camino, protege aldeas, pueblos e, incluso, casas aisladas. Si no fuera por las duras condiciones de vida que observamos esto sería un paraíso. Estamos en agosto y aquí la temperatura, aunque no es desagradable, ha bajado considerablemente con respecto a los otros lugares que hemos visitado, de Sur a Norte.

Nos detenemos en una aldea (porque estaba previsto en nuestro afán de descubrir el Vi?t Nam profundo). Se me cae el alma a los pies: los niños desnudos o medio desnudos (la mayoría menores de seis años) y descalzos, rodeados de vegetación por todas partes, jugando con cuchillos con los que seguramente no puedo ni yo, sin luz artificial (a pesar de que el tendido eléctrico pasa relativamente cerca de la aldea), cerca de un rápido curso de agua, las casas con suelo de arena y paredes de bambú y con hojas de plátano o lo que se tercie como techumbre, mujeres jóvenes que tienen más hijos de los que, seguramente, pueden criar, etc. La luz, parece ser que, se la ofreció el gobierno pero como había que pagar el consumo optaron por seguir en la época de las catacumbas. Eso sí no falta alguna que otra moto (Honda), aunque es comprensible que para llegar al pueblo más cercano recurran a medios más cómodos y rápidos que los búfalos de agua. La aldea consta de unas seis o diez casas y los caminos de acceso son de arena, como el suelo donde duermen, y las calles que separan unas chozas de otras son de barro (eso sí, todo ello envuelto por el verde que caracteriza esta zona).

Los niños, los nuestros, regalan algunos de los juguetes que llevan a los que allí viven, junto con los yogures que llevan para el desayuno (un poco de dieta, a juzgar por lo que vemos, no viene mal). Pan para hoy y hambre para mañana, pero nuestros hijos se sienten mejor así y eso les honra. Abandonamos a esta gente a su suerte, que ya debe de estar escrita.

Hacemos otro alto en el camino para ver cómo llevan, niños de la edad de nuestros hijos, a los búfalos de agua (descomunales bichos y con malas pulgas cuando se encuentran con sus crías). Hacemos fotos mientras los niños controlan a las hembras que tienen cachorros (los niños que conducen a los búfalos les llegan hasta la mitad de la alzada, pero los animales les respetan como si de mayorales se tratase).

Llegamos a Binh Lu, un lugar a medio camino entre aldea y pueblo, lo dejamos atrás, sin pena ni gloria (porque el mercado es muy humilde y no tiene ningún interés, nos dicen. Nos quedamos sin ver los trabajos étnicos que deben vender en él) pues es más importante el paisaje circundante que la propia población.

Llegamos a otra aldea, de similares características que la primera que visitamos, y servidor se queda en el autobús. Ya he visto lo que tenía que ver. Mientras esperamos al resto (los niños, el conductor y yo) los chavales de la aldea, unos diez o quince, se acercan al autobús solicitándonos cualquier cosa que les queramos dar (incluidas las botellas vacías de agua) ¿Será esto inocente felicidad o, simple y llanamente, total desconocimiento de la realidad? Por hoy ya hemos cubierto el cupo de sufrimiento. Regresamos a Sa Pa por donde vinimos.

A pesar de la dureza de las condiciones de vida de esta gente se les ve felices y satisfechos con lo que les ha tocado, ríen y sonríen abiertamente por el más nimio de los asuntos. No desconfían y son curiosos con el que se acerca a visitarlos. Son respetuosos y amables. Valores poco fomentados en nuestra “civilización occidental”.

Las condiciones meteorológicas son las mismas que durante la venida: nubes, claros y más nubes, aderezado todo con espesa niebla a medida que nos acercamos al paso de montaña.

Paramos en la Cascada de Plata (Thac Bac), que es una bonita cascada de montaña que, por su cercanía a la carretera, es explotada turísticamente (hay que pagar la entrada para poder llegar a un puente que la cruza, por el tercio inferior). Ni que decir tiene que las inmediaciones están repletas, a ambos lados de la carretera, de puestos de souvenirs y de comida rápida (mazorcas de maíz y brochetas de carne a la brasa, además de bebida y fruta). En uno de éstos saboreamos la tradicional comida vietnamita: brochetas de cerdo y mazorcas de maíz blanco a la brasa ¡Riquísimas, deliciosas y recién hechas!

Llegamos a comer a Sa Pa, tras lo cual vamos a un parque cercano. Pasamos, en nuestro trayecto, por el Mercado Central (donde compramos cojines con motivos étnicos) y todos los puestos y tiendas de medicina tradicional china y herboristerías que desde el mercado hasta la entrada del parque se distribuyen a ambos lados de la empinada calle. Pagamos la entrada al parque y accedemos a un lugar rebosante de flora y rincones para perderse. Desde este parque se divisa toda la ciudad, que se extiende a sus pies. Está lleno de zonas especialmente ajardinadas para el cultivo y exhibición de orquídeas (hay infinidad de esas flores de todos los tamaños y clases) todas ellas preciosas y delicadas. Cansados de remontar, sin que se vea el final, la loma sobre la que se estructura el parque todos acuerdan bajar a la entrada (donde hay unas mesas) y esperar allí a los que tenemos ganas de ver todo el complejo. Seguimos nuestro ascenso, recuerdo de los años mozos, y llegamos a una explanada bellamente ajardinada con plantas de diversos colores donde, con macizos florales, está escrito S a P a , como si de un cartel para helicópteros se tratase. Si desde el primer mirador la vista era bonita y, creíamos, completa desde aquí se divisa, además de la ciudad, el embudo que el valle, por el que hemos ido y venido a Lai Châu, forma hacia el norte. No contentos con esta excelente vista nos aventuramos (porque vemos a gente que desciende) a subir un poco más, hasta una pared de rocas que se encuentra limitando el parque por su zona más alta. Por caminos y pasadizos entre piedras, por otra parte perfectamente señalizados y delimitados, llegamos hasta un mirador sobre la pared rocosa (seguidos de cerca por un trío de vietnamitas tan extraviado como nosotros, una joven y dos jovencitos), este sí que es el techo del parque, desde donde se ve, al revés, el cartel para helicópteros ( S a P a ), la parte oculta de la ciudad que se encuentra tras el hotel (que se ve perfectamente) y toda la montaña Hoang Lien Son, donde se encuentra el Fan Xi Pan. Al principio las nubes se mantienen, como durante todo el día, sobre las cimas, a veces se despejan unas para después volver a cubrirse y dejar ver otras. En esto estamos cuando aparece el preciado pico ¡Foto! Ha merecido la pena subir hasta este promontorio pedregoso ¡Qué suerte! Si los que nos esperan abajo hubieran estado pendientes quizá también podrían haber visto al esquivo pico. No era su día. Nos reagrupamos en la entrada al parque y les contamos nuestra hazaña orgullosos. Regresamos al hotel, no sin que en el trayecto hagamos fotos a jóvenes de las etnias montañesas. Empieza a chispear para terminar lloviendo con ganas, como si nunca hubiera llovido.

El día 26 amanece más cubierto que el anterior y chispeando. Ha debido de llover toda la noche. De camino al salón-comedor descubrimos un cortapelos (azul y negro) al que le hago unas fotografías. Mientras desayunamos tres pequeñas cabras (de no más de 40 centímetros de altura) podan, a base de comérselo, el césped ¡Esto es ecología!

Emprendemos el regreso a Lao Cai para tomar el tren de vuelta a Hà Noi ¡Esto toca a su fin! Y lo peor de todo es que ¡Nos hemos dejado tantas cosas por ver y hacer!

Comemos en el tren y discurre el viaje con tranquilidad, siguiendo el curso del río Rojo, entre cafetales (de arábiga y robusta), tapiocas, parras, frutales varios y arrozales. Descabezamos algún que otro sueñecito y, sobre las cinco de la tarde, llegamos una vez más al hotel Meliá.

Nos instalamos y cenamos en el hotel. Mañana comienza nuestra estancia en Hà Noi.

Amanece el 27 y, como ya llevo pensado desde hace unos días, esto se acaba. Tantos días, exactamente los mismos que el día del mes: 27, de aquí para allá pensando que no corríamos ¡Volábamos! Lo cual haría que nos sobrara tiempo, y al final nuestras prisas no han servido para evitar ese vacío que te queda en el cuerpo cuando te das cuenta de que por mucho que corras no vas a llegar nunca ¡El destino que anhelas siempre está un poco más allá! Siempre dejamos cosas por hacer (que podríamos haber hecho, quizá en otras circunstancias) y lugares y gente por ver y conocer. Mi sensación es de haber llegado ayer ¡Me volvería a embarcar en otro viaje, como el que concluye, mañana mismo! A pesar de no haber parado ni un momento, de llegar tarde a todos los sitios, del estrés de querer ver y hacer muchas cosas, de los autobuses, los vuelos, la escasez del reparador descanso, de hacer y deshacer maletas (sobre todo las chicas), es como si no hubiera hecho nada ¡No hemos parado! Y, en el fondo, hemos veraneado sin poder profundizar. Y el problema es que nos quedan sólo cuatro días. Lo que no hayamos visto, ya no lo veremos y lo que no hemos hecho tampoco lo vamos a hacer (por ejemplo, he visto mujeres cargadas con sus don gánh, en el sur y quang gánh, aquí en el norte –nombre que recibe el palo de bambú que llevan sobre los hombros con mercancías colgando a ambos lados, me lo dijo Omar– en las que reparo ahora, no cuando las tenía enfrente) ¡Habrá que ir pensando en otro viaje!

Cogemos sendos taxis y repartidos de dos en dos familias vamos a las oficinas de la Singapore Air Lines, para confirmar nuestro vuelo de regreso a España.

Una vez finalizado el obligado trámite de la confirmación del vuelo, y dado que estamos muy cerca, volvemos a los alrededores del lago Hoan Kiem, que tantos recuerdos me trae –paseo arriba, paseo abajo todos y cada uno de los días que estuvimos en el 98–.

Comemos en el Ciao Café, como en aquellos meses de agosto y octubre de hace seis años solíamos hacer, y vamos a visitar el templo Ngoc Son, el que se encuentra en el lago y que en ninguno de los anteriores viajes hemos visitado.

Nos sorprende el contenido de sus urnas y el ambiente que en sus aledaños se vive (bajo un templete frente a la entrada del templo hay varios grupos de hanoianos jugando al ajedrez chino, xiangqi, mientras que otros les miran o se relajan con la vista perdida sobre la superficie del lago o paseándola más allá de éste, incluso algunos pescan para luego devolver al agua a los incautos peces). Es, casi, casi, una visita íntima pues somos pocos los turistas que, con la tarde que hace, nos aventuramos a descubrir las bellezas de esta enigmática y profunda ciudad.

Regresamos paseando al hotel, como quinceañeros. Nos desplazamos con prisa pues, esta noche, tenemos entradas para asistir al espectáculo de las Marionetas de Agua (también frente al lago Hoan Kiem).

En las Marionetas de Agua los niños, y los no tan niños, lo pasamos “pipa”. Y la noche acaba ya, sin (más) pena ni (más) gloria.

Despertamos al día 28 y, tras el desayuno –de lujo, como siempre–, hacemos otra incursión por las calles de la capital para llevar nuestros numerosos carretes a revelar (los últimos que revelaremos en este País, y en la misma tienda donde los revelábamos allá por 1998).

Llegamos al hotel y cogemos un monovolumen para visitar a los viejos amigos que allí quedaron en su nueva casa (una magnífica casa de tres plantas: espaciosa, nueva y frente a un lago. En el Distrito de Gia Lam. Visitamos, una vez más y tras un té, la Pagoda Y Lan. Sigue como la dejamos aparentemente, quizá un poco mejorada por dentro (han puesto luz eléctrica, cosa que no había entonces). Lleva toda la mañana lloviznando y ahora empieza a arreciar, es lo normal en este País. No hay gente en la pagoda, no sé si debido al día que hace o a que la gente está trabajando. Dos hombres trabajan, concienzudamente, la madera en un rincón del recinto. Visitamos todas las instalaciones como antaño, las dedicadas a Buda y las dedicadas a Confucio.

Seguimos viaje hasta la aldea de origen de nuestros amigos, comeremos en casa de la madre de éstos con toda la familia, rememorando nuestro viaje anterior, y como despedida. Nos han preparado una abundante, vistosa y rica comida (en la que no falta de nada). Comemos sentados en el suelo sobre una alfombra y una esterilla, como es costumbre aquí, lo que convierte a los niños en los más beneficiados por tan sana costumbre –todo les pilla a mano–.

Acabamos en el hotel despidiéndonos de nuestros amigos hasta el día en que nos marchemos, que vendrán a buscarnos con un autobús para trasladarnos al aeropuerto.

Bajamos a cenar al comedor del hotel y nos encontramos con una fiesta malaya (se celebraba en el hotel el día de Malasia) con malayas (muy “bienellas”) y malayos bailando los ritmos de su tierra y ataviados con los trajes festivos de su patria chica. Troncos de bambú que chocan (a ver si pillan algún pie rezagado), frenéticos ritmos, trajes típicos y tiro con cerbatana (alguno da el “do” de pecho en esta “disciplina”). Bailan las chicas con los malayos y los chicos con las malayas y a descansar, que esto se acaba.

El día 29 amanece plomizo y caluroso (como aquellos, nuestros, amaneceres de antaño). Todos nos vamos al parque zoológico de Tu Le. Pensábamos que aquí haría menos calor ¡Con la iglesia hemos topado amigo Sancho! Pues ni hablar del peluquín. Aquí hace un calor y un bochorno que pone a prueba nuestra tensión sanguínea. Los niños, como no podía ser de otra manera, disfrutan de las atracciones que allí se ofrecen a la gente menuda, además de las fieras, claro. Visitamos la pagoda de Tu Le (que como su propio nombre indica está dentro del recinto), paseamos entre los múltiples puestos de comida, bebida, chucherías, recuerdos, etc. que se encuentran junto a la pagoda y presenciamos una brutal pelea entre varias mujeres contra una, a la que acusan de ladrona (no sé si unas u otra decían la verdad). Lo único cierto es que es bastante desagradable por la innecesaria violencia con que se empeñan en atacar a la mujer, que no hace por defenderse.

Acaba nuestra visita pasando sobre el puente (donde hay fotógrafos que en cinco minutos inmortalizan a las jóvenes parejitas) que salva el lago que tiene este parque (como todos).

Comemos en el Ciao Café ¿Cómo no? Y comienza a llover como sólo en esta parte del globo puede hacerlo. Aún así sigue sin refrescar, también muy propio de esta parte del globo terráqueo. Me meto en el centro comercial que se encuentra frente al Ciao Café y compro una mochila, tras ver miles de ellas y pedir un descuento, que no me hacen ¡Este es un comercio serio! ¿Qué pensaba? Los niños regresan al hotel con los mayores mientras nosotros vamos en taxi al Templo de la Literatura (no estoy dispuesto a renunciar, por falta de tiempo, a pasear por este encantador lugar).

Llueve a cántaros pero, a cambio, estamos prácticamente solos en el Templo de la Literatura. Sigue tan bonito como siempre y más cuidado. La lluvia realza los colores de los árboles y los rojos de los tejados sobre las puertas que dan acceso a los diversos patios. Recorremos todo el recinto sin dejar nada por ver. Llegamos hasta una zona que no vimos en nuestro anterior viaje (creo que deben de haberla restaurado recientemente) y regresamos hacia la entrada utilizando las puertas laterales, haciendo fotografías como un poseso (han salido bien, por lo que han merecido la pena). Taxi, que nos engaña en el precio ¡Joder, parece mentira, con las horas de vuelo que tengo! y regreso al hotel.

Comenzamos a preparar las maletas.

Para algunos, supongo, ¡Por fin es día 30! A mí me queda un cierto regustillo de “asunto” inacabado (ya sé que lo dije antes pero no me importa repetirme, sobre todo cuando me voy de este lugar) ¡Qué vida esta!

A las 8 de la mañana, nada más desayunar, llegan nuestros amigos con el autobús y hacemos el traslado al aeropuerto, en silencio, como siempre cuando hemos partido de este País. Para hacer el trago más corto nos dejan rápidamente, después de situarnos frente a los mostradores donde hemos de facturar el equipaje.

Comienzan nuestros problemas para dejar este País. Donde vamos la montamos. El equipaje, que efectivamente es voluminoso dado que somos catorce personas, quieren que lo facturemos persona por persona (en nuestro caso da igual porque no llegamos al máximo, pero al resto les sobra peso y de este modo no podemos repartirlo entre todos –20 kilos por billete–). Como al listo de turno se le está yendo el asunto de las manos (se está formando una cola exagerada por intentar controlar a todos y cada uno de nosotros y su correspondiente maleta y bolso de mano), al final optan por dejarnos embarcar todo el equipaje. Estos no han mejorado mucho de seis años a esta parte. Por esta causa embarcamos con la hora pegada al culo. Para colmo, por las prisas, se nos olvida pagar las tasas del aeropuerto y cuando vamos a pasar el control nos hacen regresar a pagar las dichosas tasas, deprisa y corriendo. Los simpáticos agentes de aduanas tampoco son muy colaboradores, pretenden que los niños vayan con su billete al mostrador que, dada su altura, les queda a dos niños de altura ¡Qué cabezotas son!

Llegamos al aeropuerto de Singapore y vuelta a esperar cinco horas para nuestra siguiente conexión, la que nos traerá hasta España vía París. Allí disfrutamos de los largos pasillos y las múltiples (cientos) de tiendas de todo tipo de artículos. Volvemos a visitar la curiosa terraza, “jardín” le llaman ellos, con ventiladores de los girasoles. Comemos en una hamburguesería, tomamos unas cervezas en un recoleto bar tipo pub, pasamos los controles (que son exhaustivos y pormenorizados) y a embarcar.

Con la única escala, ya, de París llegamos a España el día 31 de agosto de 2004.

by R. Rico de Madrid

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