VIETNAM
BLOG DEL VIAJE POR VIETNAM DE SUR A NORTE PARTE II, R. RICO
 
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Si hoy es día 7 seguimos en Viet Nam. Lo es, y aquí seguimos. Tras el opíparo desayuno nos trasladamos con Omar al aeropuerto, dejamos definitivamente Ho Chi Minh para volar hasta Da Lat.

Son las 8 de la mañana cuando salimos del hotel, sin que sirva de precedente hoy vamos en hora. Facturamos nuestro voluminoso equipaje (a una media de dos o tres maletas por familia, más las bolsas de mano otras dos o tres por familia, sale un equipaje compuesto por 10 maletas y 10 bolsas de mano –o bolsazas, que de todo hay–) y a las 10 iniciamos el vuelo. Lo realizamos en un bimotor de hélices, un ATR - 72, que suave y pausadamente se eleva, muy gradual y uniformemente, entre algodonosas nubes. Nuestro vuelo, como los anteriores, es muy tranquilo y aterrizamos sobre una meseta entre montañas. En el aeropuerto nos espera un autobús que nos traslada a Da Lat, que dista unos 20 Km. y está a mayor altitud.

Existía esta ciudad muchísimo antes de ser descubierta por los franceses, obviamente, aunque parece ser que éstos fueron los que la rentabilizaron como ciudad veraniega, lejos (relativamente) del calor y la humedad de Ho Chi Minh. Enclavada en un lugar privilegiado, rodeada de boscosas montañas, ríos y de todo aquello que cualquier veraneante, incluido un emperador, pueda desear o necesitar. Con un extenso y bonito lago artificial, originado por una presa, el Xuan Huong, situado en el mismísimo centro de la ciudad ¿Se le puede pedir algo más a una capital de provincias? En el mermado cauce del río que sigue su curso tras la presa, a sendos lados, hay prolíficas huertas ¡Aquí se aprovecha todo!.

Llegamos al hotel, el Novotel, de estilo colonial francés (hasta ahora los más bonitos y peculiares del país), muy bonito a la par que antiguo (sin que ello le reste comodidad ni funcionalidad). Está situado junto a la Catedral católica, nos instalamos en la primera planta, con vistas a la Catedral. Deshacemos el equipaje y vamos a comer.

Tras la comida nos reunimos con Omar para ir a visitar la residencia de verano del último Emperador de Vi?t Nam, Bao Dai, que se encuentra en lo alto de una loma con magníficas vistas sobre la ciudad y de las cercanas, y no tan lejanas, montañas circundantes.

Lo que es la vida, lo que en la década de los cincuenta era un regio palacete de verano, hoy sería un chalet de pobres venidos a más (y no de lo mejorcito), de gustos algo cutres, eso sí, con unos inmensos jardines en cuyos setos está recortado el escudo real y con la mejor situación de toda la zona.

Regresamos a la ciudad para visitar el mercado, impresionante mercado como todos en este país. En la actualidad es una mole de hormigón de tres plantas pero, antaño, fue de madera. Con una pasarela que lo comunica con la parte alta de la ciudad. Está, como todo aquí, atestado de personas. De todos los puestos reclaman nuestra atención para ofrecernos algo; la planta baja está dedicada a la fruta, verduras, hortalizas, especias, licores, productos homeopáticos y de herboristería, y medicina natural o alternativa (la que más se utiliza aquí). La primera planta se dedica a las telas (tanto confeccionadas como al por mayor), la ropa, los trabajos en madera (tallas, esculturas, souvenirs, etc.), los cuadros, los trabajos en, y con, seda, etc. Y, en la segunda y última planta, se encuentran los artículos de viaje, maletas, ropa interior, mascarillas, calcetines, hilos, ferretería, etc. (incluso cuenta con un restaurante al estilo vietnamita). Omar nos lleva a trote cochinillo, como es su costumbre, y en fila india (aunque queramos ir de otro modo es imposible, no podemos ir emparejados debido al poco espacio que dejan los puestos y la afluencia de personas). Cuando hemos entrado comenzaba a chispear (“chirimiri” que diría uno de Bilbao) y salimos con el mismo panorama climático. Aprovechando que es temprano damos la vuelta al lago (en el autobús, claro está, para no mojarnos más) y finalizamos nuestra visita en el hotel, donde nos despedimos hasta el día siguiente de Omar y sus ayudantes.

Como es temprano, algunos optamos por visitar por nuestra cuenta el Valle del Amor, paramos un taxi, que casualmente es de los pequeños. Lejos de remitir el aguacero aumenta considerablemente, llueven chuzos de punta ¿Dónde está el chirimiri de antes? Llegamos, como latas en sardina, a la entrada del parque de tan sugerente nombre, bajamos un poco la ventanilla y media vuelta, de regreso al hotel. Cenamos, mandamos una postal desde la oficina de correos, afortunadamente situada frente al hotel y… ¡A dormir! Hoy ha sido un día largo.

El día 8 amanece como se despidió el anterior: lloviendo.

Esta ciudad es muy tranquila, no hay excesivo tráfico –quizá por la lluvia–. Nos ponemos en marcha, una vez más en autobús hacia la montaña de Lang Biang, una de las zonas más altas y con mejores vistas de los alrededores (de hecho Da Lat es la principal ciudad, no población, enclavada a mayor altura de esta zona). Previamente, Omar nos ha advertido de que cojamos ropa de abrigo. De camino hacemos un alto en la aldea Lat, donde visitamos una muy, pero que muy modesta escuela primaria, aquí las carestías se suplen con más ganas e imaginación que medios. Coincidimos con niños, y no tan niños, provenientes de todas las aldeas cercanas, que vienen a inscribirse para el curso que viene, también visitamos un colegio interno (donde estudian y viven los hijos de los campesinos que, por su lejanía, no podrían venir todos los días al colegio), al igual que en el de primaria las instalaciones dejan mucho que desear. Duermen en literas, en habitaciones de ocho o diez camas, con algún que otro cristal de las ventanas o de las puertas que dan al exterior roto ¡Y aquí hace frío de verdad! Las condiciones son deplorables, pero esto es lo que hay si quieres estudiar con cargo al Estado. A pesar de las dificultades y las penurias los niños tienen ese aire feliz, despierto, orgulloso, curioso, alegre y simpático que en este país te desborda. Por otra parte no parecen estar mal alimentados pero ¿Eso quién lo sabe?

No ha dejado de lloviznar durante todo el camino, ha llovido toda la noche sobre Da Lat, por lo que nos cuenta Omar este es el tiempo que hace aquí normalmente, y en invierno, además, frío.

Llegamos a Lang Biang, junto con un montonazo de visitantes más, forasteros y locales. Hay que dejar el autobús en una gran explanada para acomodarse en jeeps soviéticos, donde por riguroso turno meten, con calzador, de seis a ocho personas, aparte del conductor. Tras la correspondiente espera para subir (que nosotros aprovechamos para curiosear, por primera vez, entre los puestos de artículos étnicos, de artesanía, souvenirs, etc. –colchas, bolsos, cojines, mochilas, gorros, bebida, fruta– y para que los niños suban a unos caballos que hay para guiris –que son de tamaño inferior a lo que estoy acostumbrado a ver– al módico precio de 20.000 dongs –200 pesetas de las de antes, y un euro con veinte céntimos de hoy– por caballo), por fin nos toca el turno y ocupamos dos jeeps de los diez o doce que hacen el trayecto. Como el tiempo es oro, y cuantas más veces suban y bajen más viajes hacen, con su correspondiente recompensa pecuniaria, los conductores no corren ¡Vuelan! Suben a una velocidad endiablada, sobre todo si tenemos en cuenta que es una estrecha carretera de montaña, en no muy buenas condiciones de asfaltado, entre bosques, y con curvas cada cincuenta metros. Tras zigzaguear unos quince minutos, llegamos a un mirador en lo alto de la montaña. También hay un “restaurante” vietnamita que da acceso, también accesible sin entrar en éste, a la cumbre donde han puesto telescopios de monedas (lo curioso es que en este país no se utilizaban las monedas, pero en este viaje he descubierto que han acuñado monedas de 1.000, 2.000 y 5.000 dongs) para, en días que no sean como el que hemos tenido la fortuna de venir nosotros, divisar el amplio paisaje que se extiende a los pies de esta montaña, ríos incluidos. Hay una escultura que recuerda la “tradición” que dio origen a estas montañas y valles, una pareja de etnias distintas de la zona. Sigue lloviznando, una veces con mayor intensidad, otras con menor intensidad y a través de las hilachas de nubes bajas y el agua que nos golpea a causa del “vientecillo” que sopla a esta altura vemos, a ráfagas, el paisaje que he descrito. Lástima en días claros la vista ha de ser muy bonita ¡En otro viaje será!

Los lugareños viven de la agricultura y de la artesanía que ellos mismos producen y comercializan para los visitantes, tanto foráneos como locales.

Siguiendo con nuestro viaje, en la cima nos esperan estoicamente los conductores de los jeeps, hasta que damos por concluida nuestra visita, tras tomar unos cafés y agua. A pesar de conocer el camino, los conductores han tenido que parar en un par de ocasiones aun tocando el claxon, como es costumbre para anunciar que te aproximas a una zona más estrecha de lo normal, para no darse con uno de los que bajaba. Cuando éramos nosotros los que bajábamos la situación no mejoró mucho más, también hubo que parar para evitar el golpe. Bajando, a mitad de camino entre la cumbre y el aparcamiento, paramos en una zona donde existe un puente colgante, de los de las películas –de esos de bambú y cuerda trenzada–, que supera uno de los muchos arroyos que discurren por la zona, con cascada incluida, dando acceso a una pradera en la que se levantan tres o cuatro edificaciones de madera –que forman parte del restaurante “Mimosa”, sí así escrito– al estilo de la zona. ¿Son de bambú porque se “bambulean”? Omar da instrucciones a los conductores para que pasen a recogernos a la hora que él prevé habremos terminado de comer, pues será allí donde degustaremos la cocina y los productos locales. Cruzamos, sobre una más que respetable poza de agua, el puente en constante movimiento por efecto de nuestro caminar. No sé si es mejor ir despacio o corriendo. Hagas lo que hagas el puente se mueve a uno y otro lados. Los niños, para no variar, se lo pasan “pipa” moviéndose al compás del puente y los adultos, en su mayoría, sufren en silencio. Al final del puente hay dos miradores de madera, cubiertos, desde los que se tiene una magnífica visión del puente y de los que por él cruzan.

Ya en el otro extremo, la lluvia que nos acompaña durante toda la mañana se convierte en diluvio. Como primera medida nos refugiamos en los miradores, desde los que distinguimos las construcciones que dan cobijo al restaurante –antes de cruzar el puente, por causa de los árboles y la lluvia, no se veían–. Una, hacia la que dirigimos nuestros presurosos pasos tras Omar, es grande y abierta por el lado más largo y cercano al puente, otra a la izquierda, muy pequeña, que sirve para guardar cosas y a la derecha, y un poco por encima de la grande, hay otra que supongo sirve de cocina y refugio para los que aquí trabajan –no más de dos o tres personas, calculo–. Todas están fabricadas al estilo de aquí: en madera, con hojas trenzadas y bambú. En la grande será donde comamos, llena de troncos, unos grandes que hacen la vez de mesas y otros más menudos que nos sirven de asiento, y con hamacas colgantes que hacen las delicias tanto de niños como de grandes. Comienza el desfile de platos típicos de la zona, compuestos por verduras, pollo, cerdo de monte (jabalí, supongo), gamo, puercoespín y pho. Omar come con nosotros por primera vez. Todo muy rico y bien condimentado. Este sitio, en condiciones normales –esto es, sin lluvia–, debe ser paradisíaco, entre bosques, ríos, vistas sobre el valle y la aldea más cercana, vistas a la montaña, solitario, etc. pero en esta ocasión hace un poco de frío, teniendo en cuenta que la construcción está abierta por tres lados a la intemperie es normal y estábamos advertidos, además la zona se ha convertido en un inmenso barrizal. A pesar de todo, tiene su encanto.

Tras la comida y de regreso al puente, ya están esperándonos los jeeps para dejarnos en el aparcamiento. Hacemos algunas compras (colchas, bolsos, etc.) y carretera y manta, hasta Da Lat, donde visitamos una preciosa pagoda mahayana, la de Linh Son, enclavada sobre un promontorio. Se accede a ésta por una escalinata flanqueada por dos dragones azules, de porcelana, que apoyan una de sus patas delanteras sobre sendas tortugas (representan el símbolo del poder del emperador –los dragones–, sobre la sabiduría –las tortugas–. Y todo, en conjunto, la permanencia del emperador a través del tiempo). Al final, tras un incensario, se halla la pagoda, desde la que se dominan la subida, la entrada y los alrededores, del recinto. El lugar, y la pagoda, son bonitos, muy bonitos y está rodeada de unos amplios y cuidados jardines y árboles.

Ya en el hotel y como todavía es temprano, nos vamos a hacer fotografías de la ciudad. Bajamos la calle del hotel, pasando frente a correos y la Catedral (donde se celebra misa), en dirección a un puente que cruza el exiguo río que tiene su origen en la presa del lago Xuan Huong y desde el que se contemplan las huertas a ambos lados del riachuelo. En el extremo más cercano al centro de la ciudad, y a su vera, hay instalados puestos de verdura, carne y pescado. Hacemos fotos y vídeo (que es a lo que veníamos). Entramos en una angosta calleja, donde dos críos se pegan sin compasión (medio entre ellos para que finalice la feroz lucha, que se desarrolla con puños y pies) y durante, al menos, el rato que estamos cerca desisten de su inútil lucha física, no así de la dialéctica. Continuamos en dirección, por intuición, al mercado y descubrimos una pequeña pagoda a la sombra de las casuchas, algunas con símbolos de Feng Shui sobre el dintel de sus puertas, en el extremo de la calle. Acabamos sobre la pasarela que une la calle, de la parte alta de la ciudad que discurre a la altura del mercado, con éste. Accedemos al mercado, abarrotado, a través de la pasarela (ya que estamos aquí). Aprovechamos para comprar cafeteras individuales (sólo las he visto en Vi?t Nam), fruta y alguna otra cosa que he olvidado. Retornamos al hotel. ¡A ver si mejora el tiempo!

Es 9 de agosto, abandonamos Da Lat por la misma carretera por la que llegamos. Llueve mansamente (aquí siempre llueve), lo que conlleva unos paisajes de colores verdes vivos y brillantes. Estamos atravesando zonas densamente pobladas de flora en todas sus variantes (desde minúscula hierba hasta altos y frondosos árboles, pasando por matorrales y bambú –por cierto, ¿sabía alguien que hay una especie de bambú espinoso? ¡Y qué espinas!–). Esto es la selva virgen. La bajada desde la ciudad discurre íntegramente por zonas de montaña cubiertas de selva.

A relativamente poca distancia de Da Lat hacemos la primera parada, en una explanada-parking ocupada por vendedores de fruta, comida en general, bebida, dulces caseros, etc., con una pagoda que tiene un inmenso Buda en el exterior dominando la planicie que ocupamos. Vamos a visitar el complejo que se encuentra a la orilla del río que forma la Cascada (Thác) Prenn. Es ésta, una cascada amplia, de entre 50 a 90 metros, y una caída de no más de entre 20 ó 30 metros, en la que han construido una especie de “parque temático”, con tirolina, puentes de bambú y de madera, casas elevadas (palafitos), itinerarios para hacer caminando, etc. Se accede a la cascada y su entorno atravesando un puente de madera, tras las obligadas taquillas, después se baja por unas escaleras labradas en un gigantesco bloque de piedra que bordea la laguna que se forma como consecuencia de la cascada (toda la bajada a la sombra de la espesa jungla que nos rodea, propiciando un entorno salvaje y frondoso que da sombra y frescor, protege de miradas curiosas ocultando este recóndito lugar y dando la sensación de encontrarte en medio de la jungla más espesa e inhóspita). Ya al pie de la laguna, y con la vista de la cascada al fondo, divisamos las construcciones de “ocio” que han hecho sobre algunos árboles para que niños y mayores se conviertan, por un momento, en Tarzán. También hay caballos, como los de Lang Biang, para hacerse fotos –previo pago–, un puente colgante de bambú que comienza en la abertura del tronco de un inmenso árbol, otro puente de madera que salva el río que sigue a la laguna. Y un teleférico para sobrevolar ambas –catarata y laguna–. Este lugar, a nivel más bajo que donde se encuentra el autobús, no tiene nada que ver con el lugar donde hemos aparcado ¡A tan sólo unos 50 metros de distancia en línea recta! ¡Merece la pena visitar este enclave!

Seguimos nuestro camino sin visitar la pagoda que domina el lugar ¡Queda pendiente para otro viaje! ¡Cosas de la apretada agenda de viaje!

Llegamos al paso de montaña de Ngoan Muc. Aquí, con vistas al altiplano (selvático, brumoso y frío) del que venimos y sobre el llano (pobre, yermo y árido en las cercanías y, en la lejanía, con cultivos de arroz) hacia el que nos dirigimos, hacemos la parada de rigor. Nos rodea, como siempre que para un autobús de turistas o locales, una multitud de vendedores de todo tipo de cosas y una legión de niños, y no tan niños, que nos piden “un euro para su colección”, sí euros (si tuviéramos que dar uno a cada uno de los que nos lo piden tendríamos que repartir, al menos, 50). Nos enseñan “sus” euros de todos los países, algunos de países de los que yo no tengo (yo también colecciono monedas de la zona euro). Comenzamos el rápido descenso a las tierras más pobres de este país dejando atrás la selva. Más adelante volveremos a ella, y al final de éste, en el norte. En la llanura, a juzgar por lo que se ve, pobre de solemnidad, se siguen construyendo las casas al estilo montañés y hay muchas zonas anegadas por el agua, que forma lagunas y ríos, lo que produce un lavado de la tierra con el consiguiente empobrecimiento del sustrato.

Llegamos al hermoso conjunto Cham de Po Klon Garai (que significa “Fuego” en lengua cham).

Es una maravilla, sientes que siglos de espiritualidad y cultura, aún vigentes, te observan y te sientes, además de extasiado ante lo que te rodea, muy, muy pequeño. ¿Cómo pudieron, con total indiferencia por parte del resto del mundo, destruirse impunemente tantos vestigios de esta perdida y, hasta hoy, desconocida cultura en una absurda guerra?

En comparación con otros conjuntos, que veremos más tarde, es un recinto pequeño pero no da sensación de pequeñez ni pobreza, sino de intimidad y recogimiento, tiene lo justo y necesario para rendir culto a sus antiguos dioses. Es emblemático por sí mismo, sin adornos. En la subida (pues la cultura Cham tenía la buena costumbre de levantar sus sitios de culto en lugares elevados) vemos enormes chumberas, que aquí (como en Baleares) también hacen las veces de depuradoras naturales de los desechos orgánicos humanos, además de perfumar el bochornoso (humedad y calor, a partes iguales) ambiente circundante. Omar nos cuenta que las inscripciones de las columnas de acceso al Kalan están grabadas en sánscrito, nos detalla las figuras que vemos, dentro y fuera de los edificios que aún están en pie, pero en el frenesí de inmortalizar este momento, que es único, me pierdo sus explicaciones.

Finalizada la visita a este enigmático lugar continuamos viaje con destino a Nha Trang, nuestra meta para hoy. En la costa, a pie de playa (del Mar del Sur de la China, por supuesto).

El resto del viaje seguimos viendo, a ambos lados de la carretera, vestigios Cham, tanto en buen, como en deplorable, estado de conservación, sobre los que llama nuestra atención el bueno y paciente Omar. La mayoría son del siglo IX.

Llegamos, tarde como siempre, a Nha Trang. Intuyo que es tarde porque vamos directamente a comer sin pasar a instalarnos en el hotel (que es lo que solemos hacer) y porque, también como siempre, nos esperan como agua de mayo, mano sobre mano, y ya somos los únicos que ocupamos mesa para comer. Aquí (no sé si ya lo he mencionado) las tres de la tarde, la hora que es, ya es muy, pero que muy tarde para empezar a comer (es la hora de levantarse de la siesta tras la comida). Comemos todos nosotros en una mesa y Omar, el chófer y el ayudante de éste en otra cercana (pero aparte). Tras hacer por la vida nos conducen al hotel, justo a espaldas del restaurante, con piscina, en el que hemos recalado. Nos instalamos en el hotel Nha Trang. No tiene un nombre muy complicado ¿No? En la planta novena, con unas impresionantes vistas sobre la ciudad, el mar, las cercanas montañas y un inmenso (debe serlo porque, a la distancia que se halla, se ve con total claridad sobre un promontorio) Buda Blanco ¡Ah! Y la piscina donde hemos comido. Hace una maravillosa tarde de verano (durante nuestra travesía por el altiplano nos acompañó un día nublado, que cambió a soleado y bochornoso tras rebasar el paso de Ngoan Muc).

Tras instalarnos, todos, vamos a darnos un baño al mar, o por lo menos a verlo. Sombrillas de paja y tumbonas como en cualquier playa europea. Ésta es toda de fina arena, y larga, muy, pero que muy larga. Se pierde la vista a derecha e izquierda de donde nos encontramos (frente al hotel, cruzando un amplísimo bulevar, el Tran Phu, que ya quisiera para sí Madrid, por sus dimensiones y por su escaso tráfico, apenas unas motocicletas).

Comienza a chispear pero a nosotros, a estas alturas y curtidos en aguaceros, no nos importa absolutamente nada. Se nos acerca una mujer que se ofrece para darnos un masaje ¡Tal cual! Nos piden el importe de las hamacas, regateamos el precio por la hora que es, y al final, como siempre, pagamos. Seguramente nos han tomado el pelo, más de lo que nos gustaría y menos de lo que les hubiera gustado a ellos ¡Así se escribe la historia!

Regresamos al hotel, vamos que cruzamos el bulevar Tran Phu, y los hombres, por mantener vivas las costumbres, salimos en busca de leche, para los niños, y de un lugar donde nos revelen los carretes de fotos. A las nueve de la noche regresamos con todos los deberes hechos, nos sentimos orgullosos de lo bien que nos desenvolvemos con el “spanglishviet” que nos desborda.

Nos mojamos, antes de ir a cenar, cuando fuimos a un locutorio de Internet y me tocó volver a por las capas de agua. Lo cierto es que dejé a mis compañeros encandilados con una vietnamita que les daba rollo en inglés, supongo que por practicar, que fue la que me dejó su capa de agua, que tenía ocupada en proteger su moto de la lluvia, para ir a recoger las nuestras ¡Simpática muchacha! Cuando vuelvo con las capas llegamos a la conclusión de que por este día ya hemos hecho todo lo que debíamos, así que regresamos al hotel para ir a cenar. Cenamos frente al hotel en un chiringuito de playa, a cubierto de la llovizna que aún persiste.

10 de agosto. Damos aviso en recepción de que tenemos una fuga de agua en el baño de nuestra habitación y salimos a ver las impresionantes ruinas Cham de Po Nagar, a la salida de la ciudad y situadas sobre la montaña de mármol de Cu Lao.

Atravesamos la desembocadura del río Cai por uno de los dos puentes que lo salvan, no sé si por el de Xom Bong o el de Hon Chong, que las separa de Nha Trang y de los pueblos pesqueros de Xom Chai y Xom Bong. En el acceso a las ruinas están esperando a los turistas niños que venden unos silbatos de aluminio que generan un pitido agudísimo, parecido al trino de un pájaro, por el movimiento de un émbolo en su interior. ¡La imaginación al poder! Como no podía ser de otra manera, compramos todo un paquete de dichos artilugios –compuesto por unos veinte silbatos–. Tocamos a uno por niño, uno por adulto y todavía tenemos repuestos, para los que se rompen (que son más de los deseables, debido a la fragilidad del invento).

Las ruinas de Po Nagar, quizá por su cercanía a la ciudad, están francamente bien cuidadas y en proceso de restauración. Es impresionante ¿Qué más se puede decir de un lugar del que se desconoce la técnica de construcción y que ha sobrevivido a más de una guerra? Eso sí, todo Nha Trang y parte de España está aquí. Nos hartamos de hacer fotografías, tanto en el exterior como en los interiores, dejo el flash a un matrimonio vietnamita que quiere hacerse una foto con su hijo dentro de un Kalan, y al final se la hago yo para que salgan todos en la foto. Desde la plataforma donde se encuentran las torres, el monte Cu Lao, se ve Nha Trang. Fijándome bien observo que el conjunto, al final, ha sido absorbido por los suburbios de la ciudad (incluidos los pueblos pesqueros). Todas las ciudades, por suerte o por desgracia, crecen y ésta no es distinta de las demás.

Reanudamos nuestra apretada agenda de visitas dejando atrás las ruinas, dirigiéndonos al templo de Long Son.

Bajo la atenta mirada, o la protección (según se mire), del gigantesco Buda Blanco (ese que se ve desde el hotel y desde cualquier parte mínimamente elevada de la ciudad) se extiende Nha Trang, y la pagoda que le da cobijo. Sólo hay un edificio que rivaliza en altura con este símbolo ¿Cuál puede ser? ¡Ya lo descubriré más tarde!

Bien siguiendo con la descripción del lugar, se encuentra en una de las dos colinas, lomas, cerros, oteros o zonas elevadas que hay en la ciudad, en el monte Trai (originalmente fue construida sobre el monte Trai Thuy). Lo mismo que Buda ve la totalidad de la ciudad (y es una más que gran ciudad), la ciudad le ve a Él. En la zona baja, en la falda del monte, se encuentra la pagoda o recinto de oración (amplia y hermosamente decorada, aunque muy espartana en adornos y figuras –llama la atención la figura del Buda de los Cien Ojos y Manos, que hay en uno de los extremos de la inmensa sala frente a la tradicional figura de Buda, en el otro extremo de la sala–).

Saliendo por el lateral izquierdo de la sala se accede a una escalinata de granito gris que nos eleva hasta la cima de la colina, donde descansa sentado sobre un loto de 12 pétalos, Buda. Pero antes de llegar a la cima, más o menos a mitad de camino, se encuentra una gigantesca talla en granito, de una sola pieza, de Buda en el “Nirvana” (Tumbado) junto a la Torre de la Campana, que está un poco por encima de éste. Ya, casi en la cima, encontramos un puesto donde tomar un pequeño refrigerio, aquí y a esta hora hace un calor y una humedad agotadores, subimos el último tramo de escalinata, desde aquí amplia (de unos quince metros de anchura) y guardada por unos pasamanos esculpidos en piedra compuestos por sendos dragones enroscados sobre ellos para encontrarnos, frente a frente, con el inmenso Buda (de unos 9 metros de altura). Por detrás de éste hay una abertura que permite el acceso a su interior, donde se encuentra una pequeña sala de oraciones.

A la derecha de Buda, junto a él y pegado a la falda de la colina se encuentra un cementerio budista. No se podría haber pensado un sitio mejor. Todo el lugar inspira paz, armonía, equilibrio, tranquilidad, serenidad, solemnidad y belleza. Un oasis de espiritualidad y contemplación en medio de una gran y bulliciosa ciudad.

Deshacemos el camino y bajamos a reponernos al autobús, mientras nos dirigimos al puerto, pues es en el autobús, con el aire acondicionado, donde mejor se está debido al calor y la humedad que nos machacan insistentemente.

Llegados al puerto visitamos el Instituto Oceanográfico, donde chicos y mayores disfrutamos con los peces y tortugas que allí se pueden ver en peceras y estanques (alguno de éstos con ojos de buey para ver el interior). Aquí hace más calor que antes, quizá debido a que estamos junto al mar. Admiramos, también, la amplia y completa exposición de artes de pesca, maquetas de barcos y ejemplares marinos disecados que se exponen en el interior del edificio.

Acabada la visita vamos a embarcar con destino a la isla de Lang Chai, donde comeremos y giraremos otra visita.

Desembarcamos en la isla, unos en una barcaza tirada por los brazos de dos operarios que ganando cabo, afirmado en la orilla, nos acercan a ésta y otros en los típicos botes redondos construidos de hojas trenzadas –al módico precio de 5.000 VND por persona–. La comida es rica y colorista, a base de marisco y sabrosos calamares o chipirones. Acabada la comida embarcamos rumbo al otro extremo de la isla para ver un acuario especialmente pensado para turistas, creo yo. Su aspecto es el de un fantasmagórico gran barco velero de varios mástiles (todo él, incluidas las velas, en cemento) pintado de forma graciosa. A pesar de la primera impresión (hortera y sin gusto) su interior esconde unos grandes estanques donde hay multitud de bella, multicolor y variada fauna marina, desde pequeños crustáceos a respetables tiburones, pasando por babosas, estrellas de mar, erizos, etc. Ya casi con el título de patrón de yate en el bolsillo volvemos a embarcar para regresar a tierra firme.

Hotel y cambio de habitación, por lo que se ve no han podido arreglar la pérdida de agua de nuestra habitación o ha quedado en lamentables condiciones de habitabilidad. Salimos ganando con el cambio. Ahora nos ha tocado una en la misma planta pero en la otra fachada, con una cama como una plaza de toros ¡No hay mal que por bien no venga!

Vamos a recoger los carretes revelados y la ropa limpia y planchada (también algo desteñida). Después alquilamos sendas motos para ir, por nuestra cuenta y amparados por el conocimiento de la lengua que nos caracteriza, a hacer fotografías de dos pagodas, en las que nos dan todo tipo de facilidades, y sitios interesantes. Aprovechamos para dirigirnos a la otra colina que se eleva sobre la ciudad ¡Sí esa de la que hablé al principio! Ya toca descubrir cuál es ese lugar ¡Pues la Catedral católica! Edificada sobre una colina artificial (creada a base de amontonar una piedra sobre otra por los devotos). Llegamos al final de una misa en vietnamita y un acto de devoción a María (en el exterior de la Catedral). La subida al recinto (las motos nos dejan a una distancia prudente de la entrada) está cuajada de pequeñas placas conmemorativas de los mártires que, de una u otra forma, contribuyeron a su construcción y mantenimiento.

En el hotel, tras discutir con los motoristas por el precio acordado como también es nuestra costumbre –la primera vez fue en Hà N?i, en mi segundo viaje, pues una cosa es el precio acordado y otra lo que al final te quieren cobrar–, ducha, cena, cuaderno de bitácora (éste) y hasta mañana.

by R. Rico de Madrid

   
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